El gobierno nos ha devuelto a la era del “México bronco”. Habrá que reconstruir las instituciones.

 

Vivimos una gravísima regresión histórica. Un anacrónico caudillo ha minado o destruido varias instituciones fundamentales del siglo XXI y el XX. Ha amenazado también a las que nos legaron los liberales del XIX: la autonomía de la SCJN, el Juicio de Amparo, las garantías individuales y la libertad de expresión. Él es el responsable de que haya vuelto el “México bronco”. No se parece a Calles. En su hambre de poder se parece a Obregón. Pero Obregón creía en la educación y era una persona valiente.

La sombra de aquel caudillo invicto de la Revolución cubría el paisaje sangriento de México en los años veinte. De haber gobernado al país por cuatro años tras su reelección en 1928, Obregón se habría reelegido tantas veces como hubiera querido. Se veía viejo cuando la bala de León Toral acabó con su vida, pero apenas había cumplido 48 años. “El único pecado de don Porfirio fue envejecer”, había dicho en 1921. Estaba en camino de cometer el mismo pecado.

Calles no era un caudillo sino un estadista. “Debemos pasar de un gobierno de caudillos a un régimen de instituciones”, declaró semanas después de la muerte de Obregón. Estaba hablando en serio. A la luz de esa frase hay que entender el “Maximato”. Fue una etapa de consolidación en varios frentes (el arreglo de la deuda externa, las finanzas públicas, los acuerdos con la Iglesia, el fin de la guerra cristera). No fue tersa y mucho menos democrática. Lo hubiera sido si en 1929 el caudillo Vasconcelos hubiera hecho caso a Manuel Gómez Morin y fundado un partido civilista que pudiese competir con el naciente PNR, el partido de los militares. No ocurrió. En términos fríamente políticos, el nuevo régimen necesitaba aún del “Jefe Máximo”.

¿Calles quería perpetuarse? Sostengo que no. Quería afianzar las instituciones. Había propiciado la creación del Banco de México y el de Crédito Agrícola. Había reestructurado el Ejército. Y fundó el PNR, cuya misión era acabar de una vez por todas con las sublevaciones. Esa institución, y no su poder personal, era lo que Calles quería fortalecer. Y lo logró. Se acabó el “México bronco”.

La primera prueba fueron las elecciones de 1934, en las que triunfó Cárdenas. Si bien era pupilo de Calles, había dado muestras claras de independencia. No solo eso: Cárdenas representaba una nueva generación, no era sonorense y no compartía el jacobinismo de su jefe de armas. Además, siendo muy joven (38 años en 1934), contaba con una probada experiencia política: había sido presidente del PNR y gobernador de Michoacán. ¿Por qué lo designó Calles en lugar del fiel coahuilense Manuel Pérez Treviño? Por responsabilidad institucional.

Cuando Cárdenas llegó a la presidencia operó para desmontar el poder de los callistas en las Cámaras y los mandos militares. En el momento justo, en vez de fusilar a Calles lo envió al exilio. Una salida (casi) institucional. A partir de entonces, Cárdenas puso en marcha las reformas que a él le importaban: la fundación de la CTM (1936), el reparto de la tierra (1937) y la expropiación del petróleo (1938). Las instituciones se fortalecieron: el PNR se convirtió en PRM, se creó el IPN y nació la oposición institucional del PAN. Cumplido ese ciclo, con la guerra mundial en el horizonte, ¿tenía sentido nombrar a su antiguo jefe, el general Francisco J. Múgica, a riesgo de que, como jacobino consuetudinario, reabriera el conflicto religioso? Era mejor optar por un candidato que consolidara lo logrado en una atmósfera de unidad nacional. En ese sentido, Cárdenas fue tan callista como Calles: no un caudillo carismático sino un presidente institucional.

No se equivocó. Manuel Ávila Camacho creó el IMSS, favoreció la independencia del Poder Judicial, no obstaculizó la fundación de instituciones educativas privadas y coronó su discreta gestión con un acto de institucionalidad sin precedentes: entregó el poder a los civiles.

López Obrador ha traicionado esa herencia institucional. ¿Podrá perpetuarse? La continuación estricta en el poder le será (quizá) imposible, pero buscará la continuidad por mecanismos de control que escapan a la imaginación más perspicaz, pero no a la suya. Sus métodos no serán los de Calles porque él prefiere las calles. No es el líder de un partido, es el propietario de un movimiento que gravitará como una sombra sobre la próxima presidenta, sea quien sea, con o sin su anuencia.

Y sin embargo, la república sobrevivirá. México dejará atrás al caudillo y retomará el camino de las instituciones. Mientras antes, mejor.

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