Pentecostés debe impulsar un verdadero renacer para la fe y, en general, para la humanidad. Con la venida del Espíritu, la Iglesia y, con ella, la humanidad debe resurgir. El Espíritu da vida, provoca la fuerza del amor, nos hace despertar, pero necesitamos permitirle que actúe.
“El día de Pentecostés, todos los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar. De repente se oyó un gran estruendo que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu les concedía expresarse” (He. 2, 1- 4).
Pentecostés era una antigua fiesta agrícola, donde se traía la ofrenda de las cosechas, siete días después de la pascua (Cfr. Lv. 23, 15-21). Después se convirtió también en la fiesta de la conmemoración de la alianza del Señor o de la ley de Moisés. Tenía una relevancia tan grande que, por eso, había gente de todas las regiones y pueblos. Y es en este contexto donde se cumple la promesa de Jesús: enviar al Espíritu Santo.
Aquella alianza de pertenencia que Dios hizo con su pueblo en el Sinaí, Cristo la renovó en la Cruz. En la Antigua alianza Dios le dio al pueblo la ley, los mandamientos, como un don para que el hombre viva bien. Pero, ahora, es el Espíritu quien nos capacita no sólo para vivir dicha ley, sino para llevarla a su plenitud.
El Espíritu Santo transformó el interior de los discípulos y les dio la capacidad de compartir la belleza del evangelio de salvación de modo contundente y renovador. Empezaron a predicar lo que habían aprendido y lo que estaban viviendo. Y “cada quien los oía hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua”.
Obviamente, la presencia de tanta gente de diversos lugares, no es parte sólo de una circunstancia histórica, sino que tiene un sentido profético: estaba naciendo la Iglesia, como familia que congrega hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación.
La nueva comunión de fe no está marcada por la raza o la lengua, sino por la gracia y la disponibilidad que imprime el Espíritu Santo, que nos hace trabajar para un mismo fin: la salvación de todos los hombres. Por eso, la Iglesia es universal y, como dice San Pablo: “En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común” (1 Cor. 12, 12). Él mueve desde el interior y nos dispone para la comunión, sin importar las diferencias geográficas, culturales, económicas o sociales.
Esta nueva realidad que surge en Pentecostés y que hoy puede renovar al mundo, no es una teoría, sino una experiencia de vida, comprobada a lo largo de la historia, pues donde surgen comunidades o familias dóciles al Espíritu Santo, ahí fluye la comprensión, el amor, ahí se facilita compartir la vida. Por desgracia, el Espíritu Santo es uno de los grandes ausentes en el mundo actual.
Entre los factores que más marcan la actualidad están las redes sociales. Estamos en la era de las nuevas tecnologías de la comunicación. Pero esto nos enfrenta a una paradoja: ¿si hemos crecido en los medios de comunicación, entonces, por qué cuesta tanto trabajo entendernos? ¿Por qué tanta soledad? ¿Por qué un mundo tan dividido y lastimado?
El problema no son los medios, sino los contenidos y la disponibilidad del corazón. Eso es, precisamente, en lo que el Espíritu Santo mejor nos puede capacitar, si le permitimos habitar y trabajar en nosotros.
La experiencia de Pentecostés es extraordinaria: “se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu les concedía expresarse” (He. 2, 4). Y “cada quien los oía hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua” (He. 2, 11).
“Ven Espíritu Santo… Fuente de todo consuelo, amable huésped del alma, paz en las horas de duelo… doblega nuestra soberbia, calienta nuestra frialdad, endereza nuestras sendas… danos virtudes y méritos, danos una buena muerte y contigo el gozo eterno”.