A la pregunta:

-¿Cuál es su opinión sobre nuestro sistema de justicia?

La respuesta de cualquier ciudadano consciente debería ser:

-Muy mala.

Y, a la pregunta:

-¿Considera usted que el sistema de justicia debe ser reformado?

La respuesta tendría que ser un rotundo:

-Sí.

¿Cuántas veces habrá que insistir en ello? Desde el 2006, cuando Calderón lanzó la guerra contra el narco -que, pese a sus distintas modalidades y nombres, continúa de manera casi idéntica desde entonces-, en México ha habido cientos de miles de asesinatos y desapariciones. De los delitos que se denuncian, nuestros tribunales no resuelven de forma definitiva ni el 0.5 por ciento. Al menos en materia penal, la situación se puede describir de manera tan simple como escalofriante: en nuestro país la justicia no existe. Vivimos -hay que repetirlo hasta el cansancio- en el reino de la impunidad.

Incluso en materias que no están ligadas de forma directa con el crimen organizado -delitos sexuales y patrimoniales en particular-, la situación no es muy distinta: la justicia no es nunca ni rápida ni expedita, la corrupción es endémica y casi siempre termina saliéndose con la suya quien tiene más recursos o más poder: cerca del noventa por ciento de los casos en manos de un defensor de oficio terminan en condena. En contraste, nuestras cárceles se encuentran hacinadas de inocentes -en buena parte de los casos, sometidos a esa violación sistemática de los derechos humanos que es la prisión preventiva oficiosa cuyos supuestos López Obrador quiere incrementar-, con frecuencia de los estratos sociales más desfavorecidos, es decir, justo de aquellos por los que la 4T en teoría manifiesta mayor preocupación.

En el ámbito penal, México es un Estado fallido, incapaz de proporcionar el menor sentido de seguridad a sus habitantes. No debería haber duda: nuestro sistema de justicia es un caos que necesita una reforma urgentísima.

Por desgracia, la propuesta por AMLO -y que, con su obstinación y autoritarismo habituales, se empeña en aprobar en un mes- no es, en medida alguna, la reforma que requerimos. Para empezar, porque su objetivo nada tiene que ver con eliminar sus taras: se trata, por el contrario, del postrer acto de venganza del Presidente contra uno de los pocos actores políticos que se atrevió a resistírsele: lo único que le interesa es deshacerse de sus enemigos y de los supuestos traidores que los acompañan. De allí que su propuesta no contemple la transformación del sistema en su conjunto y se concentre en el Poder Judicial federal: acaso la instancia que, en este aciago panorama, funciona con los más altos niveles de profesionalismo y que es un contrapeso a los caprichos del Ejecutivo y a los intereses del Legislativo. Si las preguntas incluidas en la consulta popular propuesta por la Presidenta electa -una forma de ganar tiempo ante la presión de los mercados- se refieren solo al Poder Judicial, nos hallaremos ante una obvia manipulación: la opinión general será, de seguro, negativa, y el apoyo a la reforma, mayoritario, pero, insisto: la necesidad de una reforma no implica que esa reforma sea la planteada por la 4T.

La elección a través del voto de sus integrantes -y, en cascada, de los de los poderes judiciales locales- no disminuirá su ineficacia o su corrupción y, además de implicar un gasto exorbitante, solo creará nuevos problemas sin resolver los que ya lo agobian: nos distraerá en campañas sin atractivo ciudadano que, pese a todas las prevenciones, terminarán cooptadas por los partidos u otros actores políticos. El único punto positivo de la propuesta, la obligación de que los procesos se resuelvan en un año, es un mero deseo que, sin alterar el resto del sistema, se topará con la obstinada realidad. Si Claudia Sheinbaum se conforma con aprobar la reforma tal como está, ella misma caerá en una trampa que solo dañará a su incipiente gobierno: gastará buena parte de su energía y de su capital político sin mejorar un ápice las expectativas de justicia de quienes votaron masivamente por ella.

 

@jvolpi

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