Un absurdo en extremo nocivo se ha convertido en fatalidad. El nuevo régimen está empeñado en cometer una tontería gigantesca. A toda prisa, pretende rehacer la constitución por desquite. Disolver los contrapesos que subsisten para darle gusto al presidente saliente; subordinar toda razón pública a la voluntad del ejecutivo para que no haya estorbos dentro de la administración; refundar el poder judicial porque el presidente ha decidido que los únicos enemigos en pie son los jueces. Una tontería catastrófica que avanza, a pesar de que se sabe que es una tontería catastrófica.
Me concentro en la propuesta más delirante de todas: “democratizar” el poder judicial convirtiendo a todos los tribunales en órganos de representación popular. Lo que se propone, en realidad, es un escarmiento a los jueces que cumplieron con su responsabilidad durante este sexenio. Por eso se propone purgar cada uno de los tribunales para reconstituirlos a través del voto. Convertir a la Suprema Corte de Justicia en una diputación judicial.
Y con ese ejemplo, hacer del resto de los juzgados, órganos electos, como si resolver conflictos legales fuera representar a la mayoría. La reforma judicial propuesta es revolucionaria y, al mismo tiempo, trivial. No se hace cargo de los verdaderos problemas de la administración de justicia, pero pasa por la navaja a todo el estamento judicial.
Ofrece una nueva era para el poder judicial, pero apenas traza una idea borrosa de las implicaciones de ese cambio. A decir verdad, la reforma tiene un enorme consenso: todo mundo sabe que el cambio que se propone no mejoraría en nada la administración de justicia. Lo que podría anticiparse es justamente lo contrario: un poder judicial disminuido y debilitado, una judicatura alejada del indispensable profesionalismo meritocrático y dependiente de patrocinios políticos y probablemente delincuenciales. Una reforma que, al alejarnos del propósito de la legalidad, tendría terribles efectos en materia democrática y económica.
Los voceros del régimen defienden una reforma en la que no creen, las oposiciones esgrimen críticas que saben serán ignoradas. La consumación de este monstruoso absurdo parece irremediable. Es la “marcha de la locura,” como diría la historiadora Barbara Tuchman. La tontería guía con mucha frecuencia a la política. La ceguera, la terquedad, los rencores, el desprecio de la opinión crítica, la cobardía para reexaminar el rumbo se imponen en la historia con demasiada frecuencia.
Se sabe que esta reforma judicial sería contraproducente. No solamente lo saben los expertos. Lo saben también los miembros de la coalición gobernante que no se atreven a darle un disgusto al Gran Caudillo. Morena se empeña en la reforma judicial sabiendo perfectamente las consecuencias desastrosas que tendría. Si Claudia Sheinbaum ha respaldado esta reforma no es porque crea, de manera ilusa, que estos cambios serían valiosos para México. Lo hace a pesar de la enorme evidencia de que su aprobación sería una desgracia. Por eso avanza entre nosotros la locura.
La científica que cree en el diálogo hace polvo esas dos credenciales antes de asumir el poder. Sin perder un segundo en el análisis de la propuesta presidencial, adelantó su apoyo. Sin examinar los estudios que se han hecho sobre las implicaciones de los cambios propuestos, pide su aprobación. Curiosa ciencia la suya: la decisión aparece antes de la investigación. El diálogo que ofrece para tramitar la reforma es invitación a una simulación ofensiva. Abrir los micrófonos para cerrar los oídos. No solamente la cerrazón, también la irracionalidad ha encontrado relevo en Sheinbaum.
El regalo que el presidente exige al Congreso como medalla de partida sería el peor error político de los últimos tiempos. No solamente afianzaría constitucionalmente la autocracia emergente, nos alejaría aún más de la legalidad, nos haría todavía más vulnerables ante la violencia y el abuso. Hasta los asesores de la futura presidenta lo reconocen. Pero el poder arbitrario aplasta el pensamiento y la prudencia. Lo advertía Tuchman en aquel libro, el mayor estímulo a la locura es el exceso de poder-y en esos territorios estamos. Hasta el momento, la llegada de Sheinbaum no representa el menor refresco de ideas. Su “segundo piso” significa, también, estancamiento mental.