Para la mayor parte del país, Claudia Sheinbaum ha sido -sobre todo a lo largo de los últimos tres años- un misterio. Mejor: un enigma. Si durante sus primeros tres años como jefa de Gobierno de la Ciudad de México se permitió exhibir algunos rasgos que delineaban su personalidad, los malos resultados de la 4T durante la elección de 2021 la obligaron a un viraje que, más allá de las críticas o el escepticismo de muchos, a la postre resultó crucial para su carrera hacia la Presidencia: su total identificación con López Obrador. El repentino cambio del color verde con que inició su gobierno -con el cual ponía en primera línea su formación ecologista- por el guinda de Morena es el mejor resumen de su estrategia.
Su elección como candidata -pese a las protestas de Marcelo Ebrard- y su arrollador triunfo en las pasadas elecciones constataron la eficacia de su apuesta: si quería llegar al poder, necesitaba desdibujarse un poco y aprovechar al máximo la popularidad de AMLO. Su estrategia provocó, sin embargo, que resultara -y, en buena medida, aún resulte- muy difícil discernir sus verdaderas intenciones y la dimensión cabal de su pensamiento. Ello no significa, por supuesto, que no concuerde con muchos de los planteamientos de quien hasta ahora ha sido su mentor, pero sabemos con Maquiavelo que la única lealtad incontestable de quien ejerce el poder es hacia sí mismo.
Uno más de los garrafales yerros de la oposición -y de sus críticos- ha sido caricaturizarla como una simple copia de López Obrador: su alineamiento, que tan buenos resultados le ha dado -hoy es no solo la primera presidenta de México, sino una de las mujeres más poderosas del planeta-, ha sido una táctica calculada y voluntaria. Y no es, por tanto, sino en estas primeras semanas después de su victoria que al fin comenzaremos a vislumbrar su verdadero proyecto: por más que la política también sea el arte de interpretar signos encontrados, no hay mejor forma de conocer a un gobernante que a través de sus acciones.
Sheinbaum se halla en un periodo que continúa siendo particularmente complejo: aunque pronto tendrá todo el poder, aún no lo tiene. La virtualidad de su condición la ancla en un incómodo paréntesis en el que aún tiene que comportarse con las precauciones previas al tiempo que ya no tiene otro remedio que tomar decisiones y, por tanto, a revelar su estilo. En este punto, se impone mandar señales hacia todas partes: sus aliados y enemigos por igual. Debe a la vez mostrar la continuidad con su predecesor -quien no dejará de vigilarla- y su diferencia específica. Agradecer a quienes la apoyaron, no enemistar aún más a quienes la detestan -al menos de momento-, tender alianzas y a la vez dejar claro -algo aún más difícil para una mujer en un medio y un país tan machistas- que es ella, y solo ella, quien ejercerá el poder.
El cálculo con el que ha decidido ir anunciando semana a semana su gabinete tiene el objetivo múltiple de crear suspenso, controlar la narrativa, dar mensajes cruzados e incluso ganar tiempo, muy consciente de que cada nombramiento se leerá como su primer mensaje real. En esta primera tanda, no hay duda de que ha optado por mostrar su temple y su control, así como su forma de privilegiar el profesionalismo sobre la ideología o la lealtad: tanto Marcelo Ebrard, su enconado rival en la contienda interna, como el exrector Juan Ramón de la Fuente siempre han mantenido una relación compleja con AMLO, y la inclusión de tres figuras tan respetadas en sus respectivos ámbitos como Julio Berdegué, Alicia Bárcena y Rosaura Ruiz le confiere una necesaria solidez a su equipo.
La calma generada por estos nombramientos le permitirá hacer más adelante nombramientos sin duda más polémicos o divisivos. En cualquier caso, el mejor signo que ha lanzado ha sido la elevación de la ciencia al rango de Secretaría de Estado: luego de seis años de desdén hacia la ciencia -y en el que incluso se intentó encarcelar a un distinguido grupo de científicos- se trata, sin duda, del primer cambio radical.
@jvolpi