Me dirigía a tu casa con pasos largos, con prisa acompañada del viento fresco que anunciaba la lluvia, sólo faltaba dar la vuelta en la esquina y cruzar la calle, finalmente estaba en la puerta de tu casa y el timbre te anunció con prisa mi tardanza. Tal vez fue por eso que al entrar tropecé en el escalón y por traer las manos ocupadas, estuve en riesgo de caer al suelo dando un traspiés, sin embargo, me detuve de la pared, que sentí flotar como si de una barrera líquida se tratara, pero sólo fue por breves momentos en los que apareciste tú, y manifestándome una gran alegría me saludaste: ¡Pero que gusto me da que estés aquí!, dijiste. 

No sé por qué esa alegría exagerada me hace sentir incómoda y siempre me ha parecido sospechosa, como que siembra en mí la duda de despertar tal entusiasmo en una persona, sin embargo, tú no reparaste en mis percepciones y con amabilidad me invitaste a sentar. Me ofreciste un té, que acepté porque la tarde estaba fresca y finalmente la lluvia caía con fuerza. 

Desapareciste por el pasillo a pasos quedos, mientras tanto, observé los sillones y la decoración, con las prisas, no me había percatado, habías cambiado completamente de orientación. El librero estaba ahora a mano derecha al igual que el espejo de cuerpo entero que siempre has insistido en poner en la entrada de la casa y que invariablemente al pasar, me provoca la sensación de saludarme a mí misma, y me turba el encontrarme con la mirada de mis ojos. 

Y qué decir de la vitrina y las figurillas de la mesa, parecían haber girado en la mesa con disimulo haciéndome el desaire de darme la espalda. Todo tenía un ambiente extraño que no pude definir de momento, porque en ese instante, apareciste con la bandeja de mimbre y las tazas. Nos va a caer bien algo caliente, dijiste. 

Te apoderaste de la conversación, hablabas con prisa hilvanando frases como si tuvieras urgencia de hablar, afuera, ya no se escuchaba la lluvia, la tarde iba bajando y las penumbras cubrieron la estancia, por lo que tú te incorporaste y prendiste las luces.

Normalmente, se hubiera encendido la luz del pasillo pero no lo hizo. Se desprogramó el timer, dijiste por comentario. Así que en ese ambiente extraño, seguimos conversando hasta que finalmente te aventuraste a narrarme lo del espejo.

Comenzaste con una disculpa por la inverosimilitud de la historia que te disponías a contarme, mas yo, te animé a seguir el hilo sin cortarlo, que es como se le da fin a las historias truculentas. Bueno, pues resulta que el jueves pasado, comenzaste, estabas esperando a tu amiga que al igual que yo venía con retraso, y mientras tanto, parada frente al espejo te acicalabas. Detenías bajo el pasador ese cabello rebelde que siempre se te caé a la frente, y proseguiste a observar de cerca tus ojos que notabas irritados.

Al hacerlo, sentiste que tu rodilla desaparecía por el cristal como si no fuera sólido, el espejo, sin mostrar apenas resistencia, cedía igualmente a tus manos como si te invitara a pasar al otro lado. Te detuviste, presa de la ansiedad y el miedo, retiraste la mano que desaparecía tras el cristal temerosa de perderla para siempre.

Y ahí permaneciste, tu visita no tocaba el timbre, y tú, observabas ese fenómeno inverosímil que nunca habías experimentado hasta ese momento. Ciertamente los espejos eran objetos que te producían cierto temor, los tratabas con respeto porque tenían la virtud de cambiar la imagen mental que poseías de ti misma, pero hacías uso de ellos sólo de manera indispensable, sin reparar en tu mirada que viéndola reflejada así, te causaba incomodidad y recelo. 

Varias soluciones pasaron por tu pensamiento. La primera; romperlo lanzándole un objeto y hacerlo volar en mil pedazos. Mas la duda te asaltó, si las cosas se estaban presentando así, el espejo no se rompería, era una prolongación de la realidad, una extensión nada más. Segunda  opción sería desclavarlo y ponerlo contra la pared para que nadie se mirara en él de nuevo. ¿Mas que pasaría si al pasar los años y tú no estar, alguien le diera la vuelta, lo descubriera  y en un descuido, hacía el mismo descubrimiento? Optaste por la segunda, lo esconderías detrás de la cajonera alta y sería prácticamente invisible a las miradas, para más seguridad, lo envolverías en papel periódico o de estraza para evitar el reflejo. 

Mas ahora no, pensaste, Lidia está por tocar y no puedo perder el tiempo en darle explicaciones que pondrían en duda mi cordura, lo haré cuando este nuevamente sola. Pensaste. 

El tomar esa resolución te dio algo de calma, y ya estando más tranquila, pusiste tus dedos sobre el cristal de nuevo, introdujiste las dos manos que se saludaron tras el azogue confiadas, finalmente te armaste de valor, diste el paso certero y cruzaste.

Pensabas que al oír el timbre regresarías a tu cotidianeidad, a la casa de este lado, sólo sería una visita fugaz, un momento breve de curiosidad, una ojeada rápida nada más eso, te lo prometiste. 

La estancia en la que habías entrado, era exactamente igual, las dependencias de la casa eran las mismas y poseían los mismos enseres, y los roperos almacenaban la misma ropa.  Entonces no te preocupaste, porque se estaba tan bien del otro lado, había tal paz que pensaste en ocasiones subsecuentes, alternar los mundos y desaparecer por ratos, incluso días.

 Aunque reflexionando, pensaste que podrías pasar fácilmente un tiempo prolongado ahora que venían las vacaciones y a nadie le preocuparía tu ausencia, con pesar, pensaste que muy probablemente nadie llamaría así estuvieras de un lado o de otro. 

Finalmente llego tu visita retrasada, tocó una vez tímidamente, para luego de unos minutos insistir con más fuerza. Tú quisiste traspasar el cristal para abrir la puerta, pero este permaneció herméticamente cerrado contigo dentro. Seguiste intentando en vano, mas tenía la solidez de la roca.  A lo que tú, finalmente concluiste que sólo se podía entrar y no salir, como un portal mágico que te permitiera la entrada pero no la salida.

Y que esos días dentro del espejo habían sido tranquilos, con la contrariedad de que de ese lado no había nadie con quien platicar, las calles carecían de transeúntes como si de una ciudad fantasma se tratara. Finalmente, con efusividad, me agradeciste el haber cruzado accidentalmente el espejo, porque así  gozarías de mi compañía, y ya no te sentirías sola. Entonces lo comprendí todo.

 

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