Javier Ávila, el misionero jesuita que ha dado su vida en la sierra tarahumara y que fue maestro en León en el Lux, tiene toda la fuerza moral para seguir denunciando lo que él ha definido como un fracaso de las políticas públicas: los abrazos a los criminales. Cumpliendo estos días, los dos años del asesinato de nuestros hermanos jesuitas a fuego del crimen, la denuncia del “Pato” Ávila tiene más sentido: “los abrazos ya no alcanzan para tantos balazos”.
La lógica de Andrés Manuel, -y que no refleja necesariamente la de toda la izquierda mexicana-, es que los criminales son pueblo, que tienen derechos humanos y por tanto también, derecho a la sobrevivencia viviendo de sus actividades ilícitas. El origen de su manera de pensar, es que el neoliberalismo ha provocado en las últimas décadas -y como el mismo AMLO lo recuerda siempre, desde la conquista con Hernán Cortés-, que el moreno pueblo bueno, haya sufrido vejaciones e injusticias, por lo que tiene derecho a la reivindicación social, teniendo ingresos fáciles haciendo crímenes. Y si éstos, son estadísticamente en mayor proporción, hechos en contra de las clases medias y altas a quienes consideran explotadoras, todavía mejor. Todo en las versiones de extorsión, robo, narcomenudeo, secuestros y robos, que permiten que ellos tengan un ingreso, y como son pueblo, son entonces justificables.
AMLO ha expresado que el Estado mexicano no debe usar su fuerza contra el crimen organizado. Y menos, hacerlo el ejército que también es pueblo bueno. Por eso, es mejor tener a la guardia nacional en labores de “turismo de seguridad”, observando, patrullando, sin intervenir en cualquier tipo de evento. Son testigos sociales de la dinámica donde llegamos cerca de los 200 mil asesinatos violentos que tendrá este sexenio. Son una policía de proximidad que acompaña solo observando a la sociedad desprotegida, buscando crear una sensación de seguridad al patrullar de día los centros de las ciudades. Nuestras fuerzas armadas en esa misma lógica, son encauzadas a la administración de empresas públicas, ya sean aduanas, aeropuertos, trenes, en tareas que siempre habían sido realizadas por civiles.
Lo dicho por Javier Ávila, desnuda la realidad de lo que tendremos en México en los siguientes sexenios irremediablemente: el Estado mexicano que abraza al crimen, pues es pueblo y porque permite dinamizar las economías locales a donde regresan los capitales producto de esta economía de la muerte. El mismo Javier como miles de personas que dedican la vida a la reconstrucción de las estructuras sociales en las regiones más pobres de México, trabaja para que la sociedad sea menos inequitativa en oportunidades. Somos los que sabemos que, solo trabajando en la formación de capacidades en las comunidades y suburbios, con educación y sistemas productivos, es como se puede alcanzar un futuro mejor. Pero lo que se da en mayores proporciones, es que miles de jóvenes son reclutados con o sin su voluntad, para ser parte de las bandas de la muerte.
No veo un futuro cercano prometedor para el País sobre la inseguridad. Este sexenio con Claudia Sheinbaum y los siguientes sexenios donde el partido gobernante repetirá triunfos arrolladores en las elecciones, nos darán el mismo escenario. La ley no se cumplirá; el sistema judicial y el electoral estarán controlados por el Ejecutivo, generando normas desde la mayoría absoluta del partido hegemónico que sustituyó al difunto PRI. Tendremos que trabajar la sociedad civil en proyectos que sigan construyendo junto con los sectores más pobres, proyectos productivos que den sustento digno y honrado para los menores y jóvenes que buscan oportunidades. Y cada uno cuidándose para reducir la probabilidad de que nos toque.
Tendrán que acabarse las generaciones que saben que hay impunidad por los crímenes y que el Estado mexicano les tolera. Deberán ser menos, aquellos que ven más fácil acabar con la vida del prójimo para ganar dinero rápido, que construir un proyecto de vida basado en el estudio y en el trabajo. Por eso, los abrazos ya no nos alcanzan, como dice Javier Ávila, para llorar las muertes por tantos balazos.