La más profunda reforma constitucional de la historia reciente de México se sostiene en la más endeble de las fundamentaciones. No se apoya en un diagnóstico serio de la administración de justicia en el país. Es brutalmente disruptiva sin ofrecer un cambio integral. Desgarraría al poder judicial pero no se acercaría un milímetro a los propósitos que supuestamente persigue.
El respaldo de Claudia Sheinbaum a este despropósito gigantesco es un adelanto alarmante de su estilo. No hemos escuchado de ella un solo argumento por la reforma. La demagogia en la que incurre constantemente es justamente lo contrario al argumento: fraseología que rinde culto al lugar común, adulación al auditorio, reverencia al tutor. No ha expuesto razonamientos que justifiquen la sensatez del cambio. La mayoría de los jueces son corruptos, dice, sin prueba alguna. ¿Quieren votar por los jueces?, preguntaba constantemente en sus mítines. De las trampas retóricas de la plaza no sale la política en ningún momento. Creer que la elección de los jueces y la vigilancia de su actuación resolverá las cosas no es conclusión bien fundada. Es pensamiento mágico.
Sheinbaum evade lo elemental: ¿Los problemas del judicial se originan en su sistema de designación? ¿Estaríamos mejor si eliminamos la carrera judicial? ¿Qué experiencia internacional aconseja lo que se propone en la iniciativa? ¿Qué costos tendría? ¿Cuáles son los riesgos que se correrían con la elección de jueces? ¿Qué efectos económicos, sociales, democráticos tendría esta revolución judicial? De nada de eso habla la presidenta electa: solo repite que la elección es un principio irrenunciable y utiliza la treta elemental de las intenciones. La reforma busca acercar la justicia al pueblo y terminar con los abusos. Las intenciones pueden ser hermosas, lo que importa en una decisión como ésta es el anticipo razonado de las consecuencias.
A Claudia Sheinbaum no se le ha escuchado una expresión que escape de la trampa de las frases hechas (y ajenas). Ni siquiera el fin de la elección y la contundencia de su victoria le han permitido hilar argumentos que eleven el tono de la discusión por encima del simplismo presidencial. ¿Qué resolvió la presidenta electa después de ganar en junio? Levantar una encuesta para preguntarle a la gente qué pensaba sobre la reforma judicial. Es curioso que, después de una larga campaña y de tantísimos votos haya creído conveniente hacer ese levantamiento. ¿Alguien imagina que Keir Starmer el líder laborista que acaba de arrasar en las elecciones británicas convocara esta semana a una encuesta para saber qué es lo que verdaderamente quiere la ciudadanía? Tan absurdo sería eso como lo que hizo la presidenta electa de México. La encuesta fue un ejercicio sin sentido porque no le brindó a nadie información relevante. Después de un sexenio de ataque cotidiano a los jueces, de una campaña feroz contra la Suprema Corte de Justicia, los encuestados contestaron lo que el oficialismo quería que contestaran. El poder judicial (al que, por cierto, muchos asocian con la policía judicial) tiene pésima imagen, necesita una reforma y, si se les da esa oportunidad a los encuestados, estarían dispuestos a elegir a los jueces.
Lo que me parece relevante es el retrato que Sheinbaum hace de sí misma convocando a una encuesta después de ganar la elección. En primer lugar, exhibe su inclinación a engañar. Si el equipo de la presidenta electa hubiera preguntado sobre las prioridades de la gente, habría puesto en claro que elegir a los ministros de la Corte será la obsesión del caudillo, pero no es prioridad de nadie más. Ninguna medición registra que a la sociedad mexicana le urja votar por su ministra o que sienta impaciencia por disciplinar a los jueces que heréticamente discrepan de la mayoría. En segundo lugar, la encuesta retrata a una política que rehúye la responsabilidad de argumentar y de decidir. En los números de la desconfianza que presentan las encuestas estaba la razón suficiente para la reforma y la fuente última de la decisión. Si la gente quiere esto, no hay nada más que discutir. La decisión está tomada. No son necesarios los argumentos.
Antes de asumir el poder, Claudia Sheinbaum avisa que su política no da razones.