Nunca había recibido una multa y el 2 de junio, el día de la elección, regresaba de Guanajuato capital a León y en ese embotellamiento diario que es la zona de los outlets, estando estacionado junto a una patrulla de la “policía vial”, los oficiales me ordenaron “orillarme a la orilla”. ¿La razón? Dijeron que por hablar por celular. Nada más falso. Estando estacionados, sin movimiento, apagué el celular de donde llegaba una llamada. Mi alegato es que yo no usaba el celular, pues tengo “manos libres” y solo lo apagaba aprovechando que estábamos todos en el embotellamiento. “Haiga sido como haiga sido”, me aplicaron la multa de 2 mil 700 pesos. Les dije que la pagaría pero que asentaran en el formato que no estábamos en movimiento y que tenía el aparato en las manos y no estaba hablando. Imposible. Entonces les dije que no firmaría la multa, que me dieran el folio y que me quejaría porque no estaba hablando por teléfono.
No sé si llegar a la tercera edad sin alguna multa con el gobierno sea algo meritorio o, por el contrario, algo que se deba omitir mencionar por ser tan “teto” como yo. Pero me estrené a los 65 años con una. El caso es que, con el paso de las semanas, recordé que me habían retenido la tarjeta de circulación y días después, quise recuperar el documento. Fui a Presidencia municipal a preguntar dónde se encontraba y allí me indicaron que fuera al Cepolito oriente si quería hacer servicio comunitario o solo pagar. Por mi molestia, no quise pagar y decidí hacer parte con servicio y otra en efectivo. Comencé a imaginarme barriendo calles, pintando banquetas, plantando árboles o cargando bultos de cemento. Así, fue como en el Cepolito (Juzgados administrativos, parece se llaman), una oficial muy jovencita me preguntó si antes había sido infraccionado y rápidamente le dije que “nunca”, como queriendo expiar mi culpa. Ella me dijo que el servicio era por seis horas y la otra parte en efectivo. Mi sorpresa es que me mandó a hacerlo a la Biblioteca Central al sábado siguiente y ya me imaginaba cargando libros, lavando baños, limpiando estantes o clasificando ejemplares o quizá leyendo cuentos a los niños.
Me dijo la oficial que podía objetar la asignación, pero nuevamente, obediente, firmé el castigo y me leyeron las condiciones del “trabajo forzado”. Así, que llegué el sábado a lo que fue nuestro querido Instituto Lux y que es ahora la biblioteca estatal. Me habían advertido que no podíamos ingresar teléfonos ni comida, así que iba hidratado y sabiendo que todos los que estábamos en la fila, éramos “convictos sociales” que redimiríamos nuestras faltas, por lo que revisaron nuestras mochilitas y las dejamos en unos casilleros y fuimos dirigidos hacia la planta alta, a la sala de lectura. Iniciamos a las 10 am y allí nos indicaron que llenáramos formato con nuestros datos para iniciar el castigo.
Nos indicaron que pasáramos con el “Maestro Pepe”. Cuando llegó mi turno, llegué al escritorio y el funcionario me reconoció y me preguntó: ¿Usted, también maestro? Y mi respuesta, con vergüenza, fue: “sí”. Estaba por explicarle que la falta fue injusta y que nunca había sido multado y pasó lo que no quería que sucediera, que me encontrara a algún conocido. Me dijo que recordaba que yo había dado charlas allí. Mi cara se caía de vergüenza y mejor le dije que ya empezara el suplicio, el cual empezó con la instrucción de seleccionar dos libros ubicados en mesas que tenían a un mosaico de autores de esos que quisiéramos tener tiempo de leer, cuando llegue uno al purgatorio, al infierno o a la cafetería del cielo. Le pregunté a Pepe: “Y a dónde los llevamos? ¿Hay que clasificarlos? Y me dijo: “No. hay que leerlos y hacer un resumen”. Seguía mi sorpresa. Leer a Gandhi, a Bucay, a de Mello, al Papa Francisco, a Dehesa, a Catón, ¿es ahora un castigo?
Me dijo: leerá tandas de dos libros. Y pasaremos a una inducción sobre qué es una biblioteca y cómo sirve la lectura para transformar nuestras vidas. Yo, el rebelde por tener una multa injusta, ahora, ¿recibiendo como regalo seis horas de lectura y, además, una amena charla por parte de Pepe junto a otros 10 infractores? Pues pusimos en común nuestras reflexiones, nos conocimos los ciudadanos y concluíamos que era bueno charlar sobre nuestras vidas. Terminó la inducción; los infractores estábamos felices y al terminar otra ciudadana se me acercó y me volvió a preguntar; “Maestro, ¿usted qué hizo? Y de plano, le dije que bendito momento en que me aplicaron una multa injusta porque hace rato que no gozaba tanto un acervo bibliotecario como este. Pasé a devorar los libros, a caminar por los estantes, a observar a los jóvenes jugando ajedrez o algunas parejas retozando en el césped de lo que fue el colegio. Terminaron las seis horas rápido y esa idea de que era un infractor malo, para agradecer al Municipio que me haya multado para regalarme un sábado de lectura y reflexión. Bendita multa.
LALC