El segundo piso del trumpismo va definiéndose. La cabeza indiscutible del movimiento optó por un perfil que es muy distinto al suyo, pero que le ofrece la garantía esencial: no lo contradirá en nada. El hombre que Trump ha escogido para acompañarlo como candidato a la vicepresidencia podría ser su nieto. Vivió la pobreza del mundo rural, se hizo en buena medida a sí mismo, escribe bien. Le aporta a la campaña el furor del converso. Hace poco, al joven político conservador le parecía que Trump era un candidato para idiotas, un opioide para las masas, una especie de Hitler americano. El libro que le dio fama presenta una interpretación radicalmente distinta de la pobreza a la que pinta el demagogo. Mientras su libro denuncia la cultura de la pobreza y llama a asumir la responsabilidad individual, Trump apunta el dedo hacia los otros que son los eternos culpables: las élites liberales, los extranjeros, los medios.
Tal vez nadie como Vance puede darle legitimidad y orden al discurso del nacionalismo reaccionario del trumpismo. Lo que en Trump parece un agregado de incoherencias, mentiras y odios, en el autor de Hillbilly. Una elegía rural se convierte en un ordenado programa populista. El hombre convocado para el relevo generacional se ha esmerado en absorber los lemas y las consignas del trumpismo y en desprenderse de sus ideas previas. Esa parece ser la tarea de la continuidad: ser más trumpista que Trump. Vance refleja a la perfección la desconfianza ante la globalización y el libre comercio; el acercamiento a los sindicatos y el desprecio a Wall Street. Pero lo más importante no es el impulso ideológico que podría recibir la campaña republicana con la incorporación de Vance, sino la garantía de incondicionalidad. No agrega nuevos votantes, ayuda a radicalizarlos. El punto central es que el compañero de Trump en la boleta le garantiza lealtad personal por encima de cualquier compromiso con la ley. Trump seleccionó a un cómplice.
Si algo le ganó al senador de Ohio la invitación de Trump fue su crítica al manejo de Pence de la calificación de la elección del 2020. Yo habría seguido las instrucciones del presidente para desconocer el resultado electoral, dijo. Pence fue expulsado de la secta porque tomó una decisión imperdonable: cumplió con su deber. Optar por la ley por encima del mesías es cometer la peor apostasía. Pence respaldó incontables abominaciones, pero ante la petición de violar la constitución, asumió el costo de confrontar a Trump y a su turba. Ahí empezó el fin de su carrera política porque en el campo republicano no hay más juego que el del nuevo dueño. Vance garantiza lealtad absoluta al hombre que ha anunciado una dictadura en el primer día de su gobierno.
Los trumpistas caminan con confianza a la elección de noviembre. Las encuestas les favorecen y se regodean en el desastre del campo demócrata. La convención republicana pintó uno de los rasgos esenciales de todo populismo: su carácter religioso. Los delegados no eligieron a un candidato, elevaron a un hombre a categoría divina. Los participantes en la asamblea republicana hablaron una y otra vez de la intervención celestial que había salvado al salvador. Tiene razón el historiador italiano Loris Zanatta cuando dice que el populismo es, en el fondo, un fenómeno religioso: un “modo religioso de entender la vida y la historia.” Antes, el acto de salvar al pueblo era la redención. Ahora se le llama revolución. Cambio de tajo que no pierde el tiempo en negociaciones, ruptura que fantasea con un nuevo comienzo, purificación. El mesianismo trumpista quedó consagrado definitivamente la semana pasada para impulsar lo que un aliado suyo describe como la segunda revolución americana. Una revolución que será pacífica, según el presidente de la Fundación Heritage, siempre y cuando la izquierda lo permita. Trump se propone eliminar todos los obstáculos que contuvieron su capricho en su primer gobierno. Nadie que no sea un militante entusiasta podría incorporarse a los cuadros de su administración. Para fortalecer el presidencialismo se rasurarían también los estorbosos órganos autónomos.
Habrá muchas diferencias entre los populismos, pero sus resortes son los mismos en todos lados: una soberbia que rechaza el pluralismo, las autonomías y las reglas.