Los criminales actúan en México bajo la certeza de que sus acciones quedarán impunes. Ello pese a que el saliente y la entrante afirman que los delitos en México van a la baja, dando a entender que tienen todo bajo control.

Lo anterior a pesar de que los acontecimientos los contradicen: ellos (nuestros políticos) operan bajo (también) la certeza de que en la política mexicana las mentiras ni se cuentan, ni cuentan.

Prueba de lo lejos que estamos por contener la violencia lo demuestra el asesinato, en plena calle y a la plena luz del día, del comisario Milton Morales, brazo derecho de Omar García Harfuch, futuro dirigente de la SSP Nacional.

No solo eso: Milton Morales era también el encargado de la investigación sobre el intento de asesinato de Ciro Gómez Leyva.

Algo anda mal en un país en el que delincuentes se sienten intocables y se atreven a asesinar a un jefe policíaco de alto nivel, con una osadía que solo la certeza de gozar de impunidad les puede otorgar.

Lo pernicioso que resulta para la preservación de la ley, el orden y la paz social, es la tergiversación de la justicia que acabamos de presenciar los mexicanos (por lo menos los que ponen atención y analizan el actuar de nuestros funcionarios públicos), en el carpetazo funesto que el Tlatoani Maximus le acaba de propinar a “su” investigación del caso Ayotzinapa, en el que exonera a culpables y culpa a inocentes, con el afán de crear otra falsa “verdad histórica”, en la que descarta el noble fin de hacer justicia y lo sustituye por el de sus muy particulares intereses políticos y la conveniencia para su “movimiento”.

Ante todo esto, no se entiende su ímpetu por subyugar al Poder Judicial. ¡Si como quiera hace lo que quiere y no lo que debe!

Como decíamos líneas arriba, estimados lectores, el asesinato de Milton Morales resulta algo muy grave pues, pues demuestra que los encargados de aplicar la ley están expuestos a amenazas y  presiones de criminales, como lo estarían los jueces que requerirán “pedir el voto” para poder convertirse en juzgadores.

Suena feo, pero este caso del domingo motiva a pensar: si los grandes jefes policíacos no logran cuidarse ni a sí mismos, ¿cómo les podemos pedir que cuiden a la población?

Cualquier crimen es condenable, pero el crimen a un alto jefe policíaco demuestra la completa vulnerabilidad de la ciudadanía en este país.

La sociedad anhela, por supuesto, que se haga justicia en este y en todos los casos en los que impera la delincuencia y se exhibe el alto grado de impunidad que reina en el México “soberano” (pero que se pliega sumiso a caprichos de un bully como Donald Trump, quien lo presume).

El asesinato del comisario Morales acarrea consigo varias implicaciones, no menor resulta el que en sí constituye un “mensaje” del hampa al futuro encargado de la SSP.

Recordemos que García Harfuch sufrió un fallido atentado y ahora su brazo derecho es arteramente asesinado. ¡Aún no toman posesión y ya están bajo acecho!

Se mire como se le quiera mirar, esta lamentable situación resulta un mal presagio, ya que se les intimida a los futuros responsables de la seguridad pública, aún sin el poder, como diciendo: “¡No se les vaya a ocurrir!”.

Si acaso resulta cierto lo que afirman tanto el saliente como la entrante, en el sentido de que el índice de homicidios va a la baja, lo menos que se puede decir es que estas son variantes estacionales, pero que la criminalidad en sí, en su significado y prevalencia, continúa indicando un altísimo grado de inseguridad.

A nadie más corresponde atacarlo más que a los responsables, a los mandos, a los gobernantes cuya responsabilidad es respetar y hacer valer nuestra Constitución.

No ignoramos, por supuesto, que el Tlatoani saliente pretende -en efecto- cambiar la Constitución, como al parecer también su sucesora: de manera que el mensaje por parte de ellos parece ser: “¡La ley no nos gusta, entonces vamos a cambiarla!”

No es éste el mensaje que, para combatir la delincuencia, debería estarse mandando; mejor debería de ser: “respetemos todos las leyes que siempre han regido en este país, o por lo menos desde 1917”.

La primerísima instancia que fomenta la impunidad viene siendo el que uno de los tres poderes de la Unión, el Ejecutivo, se proponga imponerse sobre la ley formulando, leyes a su modo.

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