En el léxico político de la actual campaña hacia la presidencia de Estados Unidos, hay un concepto enigmático que ha ganado popularidad bajo los auspicios de Donald Trump: El “Estado profundo”.

Este concepto se refiere a una teoría de la conspiración que sugiere la existencia de una red de importantes políticos, funcionarios gubernamentales, agencias de inteligencia, militares, magnates y otros actores que operan independientemente del control político: el poder tras el poder, que influye y manipula la política tras bambalinas. Este término ha sido recurrente en discursos políticos del candidato Trump, que promete destruirlo y acabar con él.

“El término ‘Estado profundo’ implica que hay personas ocultas de la mirada pública, disimuladas, tirando de las cuerdas y manipulando las decisiones de Estado”, afirma Gordon Adams, profesor de la American University y experto en seguridad nacional.
La existencia de esta entidad secreta ha sido denunciada por asesores del expresidente, incluido el mismo Trump.

Los defensores de la teoría del “Estado profundo” argumentan que estos actores son factótum en las decisiones gubernamentales, actividades de la CIA, el FBI, el Pentágono y en otros organismos de seguridad. Esta idea se asocia frecuentemente con teorías de la conspiración, y sus partidarios afirman que estas entidades trabajan de manera secreta para sus propios intereses, reflejando una desconfianza profunda en las instituciones gubernamentales y la creencia de que hay un poder oculto que dirige el país.

En medio de esta atmósfera conspirativa de enemigos ocultos, emerge un Donald Trump victorioso, sobreviviente de un atentado, afirmando que la providencia divina lo salvó para llevar a cabo una misión predestinada: “No debería estar vivo, no debería estar aquí, pero Dios quiso que permaneciera para cumplir una misión superior: ¡Guiar a esta gran nación para hacerla grande de nuevo!”.

El atentado resultó ser una oportunidad para que Trump construyera una poderosa narrativa bíblica, presentándose como un enviado de Dios. Esta narrativa ha calado hondo en el electorado estadounidense, especialmente en su base de seguidores religiosos y conservadores. Para muchos, no hay evento contemporáneo más grande que el milagro de la mano de Dios desviando la bala destinada a Trump: Una señal divina de que él es el elegido. El reciente atentado contra el expresidente ha reforzado la creencia de muchos de que es un enviado de Dios.

Trump se alinea con otros populistas de derecha como Jair Bolsonaro y Nayib Bukele, o incluso Vicente Fox, quien durante su toma de protesta sostuvo un crucifijo en sus manos. A diferencia de los populistas de izquierda, los de derecha suelen utilizar la religión para conectar con las masas de creyentes. 

Además de asumirse como enviado de Dios, el candidato republicano, en sus incendiarios discursos demagógicos amenaza con cerrar la frontera con México, enviar al ejército para combatir los cárteles de la droga, expulsar a millones de indocumentados, implementar políticas proteccionistas y despedir a miles de funcionarios para desmantelar el “Estado profundo” y concentrar el poder en la Presidencia.

Estas promesas populistas y demagógicas, aunque polémicas, han permeado entre sus seguidores.
Pero ¿quién le teme a Trump? La historia nos enseña que de las crisis emergen grandes oportunidades, y México podría aprovechar la tensión entre Estados Unidos y China para fortalecerse. No estamos limitados por nada, excepto por nuestros miedos. Octavio Paz describe estos miedos como producto de un complejo de inferioridad en el inconsciente de un pueblo “hijo de la chingada” (la madre violada), que fue sometido por la espada, colonizado con humillación y dogmatizado por la religión en agachar la cabeza y poner la otra mejilla ante el poderoso, pensando que el premio está en otra vida (si existe) y no en el aquí y ahora.  

México cambiará, porque los mexicanos quieren ser mejores y obligarán a las estructuras políticas y al sistema de partidos a reconstruirse. Pero para avanzar es condición que los mexicanos colectivamente creamos en nosotros mismos y en el otro, de esta manera podríamos avanzar. Sin querer Donald Trump lanzará la provocación que nos exigirá ser solidarios, mejores, y transformar toda esa energía que hoy se gasta en diatribas y confrontaciones internas, en energía creativa para cambiar lo que no funciona como nación.  

Líderes influyentes, religiosos evangélicos, apoyan a Trump, a pesar de que debido a sus conductas disolutas y deshonestas ha enfrentado varias demandas y acusaciones.
¿Será este disoluto personaje el enviado de Dios?  Bueno, así es la derecha populista, conservadora y religiosa. 
 

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