Las democracias ya no mueren como solían hacerlo. No caen de pronto con un golpe de estado que suspende libertades, prohíbe partidos y cancela elecciones. No desaparecen con la imposición violenta de una junta militar. Las democracias de ahora mueren con votos. Lo hemos visto en muchas partes del mundo: gobiernos democráticamente electos emplean los recursos constitucionales para ir desmontando contrapesos e imponer un dominio sin restricciones. La corrosión puede ser lenta y pasar como una serie de medidas inofensivas, pero la ruta es bastante clara: se libra una guerra simbólica contra aquellos a los que se pinta como enemigos de la nación, se nulifican los órganos de control, se hostiga a la crítica, se colonizan las instancias de neutralidad, se deslegitima a la oposición. Debilitándose poco a poco, los contrapoderes se vuelven irrelevantes. El poder que surgió de los votos puede ya hacer lo que quiera. Es capaz de rehacer las reglas de juego a su antojo. No necesita pacto alguno para cambiar la constitución. No tiene consecuencia alguna el violarla. Así se instauran las autocracias electivas. 

¿Qué avance ha tenido el proceso de autocratización en México? ¿Podemos decir que se ha dado ya un cambio de régimen? De acuerdo con algunas evaluaciones internacionales, nuestro país pasó hace unos años de una democracia defectuosa a un régimen híbrido: un sistema que preserva notas democráticas, pero en el que avanzan los rasgos autoritarios. Tras las elecciones de junio el panorama democrático es mucho más sombrío. Es probable que el oficialismo se haga del control de una mayoría suficiente para cambiar la constitución y que use ese impulso para constitucionalizar un predominio sin límites. Pero, independientemente de la suerte de la funesta reforma judicial, el avance autocrático parece innegable. Hay un nuevo partido oficial, un partido ligado a la estructura del gobierno que es, en muchas partes del país, el único plato en el menú. Como lo veíamos hace unas cuantas décadas, podemos recorrer ciudades y pueblos donde solo aparece la propaganda del partido gobernante. Y podemos ver también que los gobiernos peor evaluados no reciben el castigo de la alternancia. 

No es antidemocrático, por supuesto, tener un gobierno de mayoría clara, un gobierno unificado en el que presidencia y congreso pertenezcan al mismo partido político. Lo que resulta antidemocrático es que, en contra del principio proporcional, se otorgue a la coalición oficialista una representación excesiva. Antidemocrático es que se tergiverse el orden de las preferencias ciudadanas para favorecer a la coalición gobernante. Antidemocrático que un equipo sea capaz de rehacer las reglas fundamentales del juego, sin necesidad de pactar la plataforma común. Antidemocrático sería que se rehiciera la constitución para acoplarla al antojo del presidente saliente y que se desgajara el fundamento de la autonomía y el profesionalismo de uno de los poderes del Estado. Pero no tenemos que adelantarnos para imaginar lo que podría pasar en el futuro cercano. Lo que ya tenemos frente a nosotros es un régimen político distinto al del muy imperfecto pluralismo que implantó la transición.

El historiador Rafael Rojas ha publicado en Letras libres un ensayo interesante en el que muestra su preocupación por esta lectura que advierte el cambio de régimen. Cree que se adelanta a cambios que aún no se concretan y que puede estimular estrategias derrotistas en la oposición. Tiene razón cuando busca una caracterización más precisa del nuevo régimen. Pero no habrá comprensión, ni estrategia sensata si no se advierte que está formándose un nuevo régimen. Un régimen con extensos respaldos sociales que es, al mismo tiempo, profundamente antiliberal. Hay que llamar a las cosas por su nombre y el régimen que despunta es un autoritarismo de nuevo cuño. Por supuesto, no está en proceso de formarse una dictadura castrista en nuestro país. Aunque se escuchan en él muchos ecos del viejo priismo, tiene características propias: representa una política personalista que rechaza la intermediación corporativa, desprecia no solamente la sustancia sino las formas constitucionales. Habrá que ir afinando el retrato del nuevo régimen, pero sería engañarnos si no reconocemos que pisamos ya otro terreno.

 

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