A mí me gusta la lluvia sin sobresaltos, sin truenos ni rayos que me atemoricen, esos que se reflejan en mi ventana y me hacen alejarme de prisa. La prefiero tranquila, como la de anoche que arrulló mi sueño, en el que yo, dentro de una barca descifraba laberintos, ensayo, prueba, error. Y así, probando rumbos, avanzaba resolviendo mis enigmas abriendo caminos nuevos.
En ese estado de inconciencia, viviendo una realidad alterna que me resultaba igualmente tangible, navegaba sobre ríos subterráneos que afloraban de sus refugios con ansias de mirar el sol y el cielo, y una vez en la superficie, era tan grande su alegría, que en su correr parecía que iban cantando.
¿Quién se ha detenido a escuchar el canto del agua en una noche de lluvia mientras la ciudad está dormida? ¿Quien escucha el lenguaje extraño de sus gotas cantarinas que conocen nuestros secretos pues han tenido la virtud de transportarse por el cielo?
Después de anunciarse con furia, como un gigante malhumorado, cayó sobre los tejados formando una cortina líquida, que en el suelo, repiqueteó como cientos de canicas de hielo que reflejaban las farolas, para después, escurrir buscando sus propios caminos, como lo hacemos todos, sin buscar imitaciones, escribiendo nuestra propia historia, filtrándonos en los años como el agua hasta desaparecer.
Así, escuchándola, se fue haciendo tarde, el reloj corrió de prisa, hasta que parecía ser un murmullo callejero, un canto de labios cerrados, un lenguaje que sin entenderlo, se me obsequiaba generoso de manera invaluable.
Y yo me puse a pensar antes de quedarme dormida, ¿quiénes como yo están reflexionando sobre el canto del agua, cuántos han asimilado la enseñanza de las tormentas?
Protegida bajo el refugio de mi techo, escuché su lenguaje líquido filtrándose en mi sueño como una cascada de cristal, que me habló de lugares remotos, de formas extrañas, de seres de humo que viajan confundidos con el viento. Y complacida pensaba, o más bien imaginaba los caudales rebosantes de aguas inquietas, que sin ver, podía sentir bajo mis plantas como el latido de la tierra.
A mí me gusta la lluvia tranquila, esa que no se anuncia a bombo y platillo, mas suele ser vital, persistente y tenaz, no descansa ni se entretiene en los pormenores, y va cubriendo los cielos de promesas hasta cumplirlas con esmero, que sólo se da una tregua, hasta haber fecundado la tierra.