Mi querido profesor Jürgen Popelka, por allá hacia finales de los ochenta, en uno de sus chistes que no podría reproducir aquí completo para evitar cancelaciones, contaba que cuando un diplomático dice “sí”, debemos interpretar que dice “tal vez”; cuando dice “tal vez”, eso significa “no”; y si dice “no”, da a entender que no es un buen diplomático. Me parece que la política exterior impulsada por los Estados Unidos, ante el vergonzoso fraude electoral perpetrado por el gobierno de Maduro en Venezuela, carece por entero de diplomacia.
Hubo fraude, no cabe la menor duda. Como comenté en un artículo reciente alrededor de las pasadas elecciones presidenciales en México (INE: velocidad, por favor, velocidad), sobre la importancia de publicar de forma rápida y transparente los escrutinios, no se explica cómo con un solo boletín emitido a medianoche, sin publicación de resultados parciales previos, el consejo electoral haya dado como ganador al candidato oficialista. Las actas electorales que encierran el resultado efectivo de los conteos de cada casilla son la clave para demostrar no sólo el fraude, sino para exigir respeto a la voluntad de los venezolanos y, como parece que así fue, exigir que Edmundo González asuma el relevo del gobierno de Maduro. Es la única manera democrática en que puede cerrarse este episodio. Así lo entiende la mayoría de las democracias americanas.
No obstante, la actuación de los Estados Unidos y la OEA dista mucho de la buena diplomacia de la que hablaba mi profesor, en la medida en que han sido incapaces de adherir a una declaración a países directamente interesados en que Venezuela realice esta transición de forma democrática y pacífica, como Colombia, Brasil y México. La declaración de la OEA rechazada esta semana sirvió para que Maduro se atrincherara contra el injerencismo extranjero y contra el imperialismo yanqui de la misma manera que Cuba ha hecho a lo largo de décadas. Ya sabemos todos de dónde sacó ese libreto, y a la represión y violencia que conlleva.
Lo decía Einstein, locura es hacer lo mismo y esperar resultados diferentes. Unir a gobiernos de izquierda de América Latina alrededor de la transparencia de las actas electorales, habría sido un primer paso para reconocer un ganador diferente a Maduro. Alzarle la mano a González un día después del rechazo de la declaración, es jugar a lo mismo que se hizo con Guaidó (¿alguien se acuerda de él?) hace cinco años.
Las dimensiones de la diáspora venezolana son colosales, Maduro y González según el conteo del CNE sumaron 9 millones de votos. Los exiliados superan los 8 millones y de ellos sólo tuvo derecho a votar 69.000.
No sorprende a nadie que la oposición finalmente, tras décadas de fracaso, haya obtenido una victoria electoral que pudo haber sido aplastante. Esta es una oportunidad única para que Maduro se retire del gobierno acatando el mandato democrático y puede ser la puerta para que exista alternancia en Nicaragua y Cuba, por la misma vía. Pero no mediante el intervencionismo gringo; por la vía de las urnas. Brasil, Colombia y México han sido paso y refugio del éxodo venezolano y, al igual que la mayor parte de los países de la OEA, exigen que se transparenten las actas y los resultados. Lo han pedido con respeto en diferentes declaraciones y pueden ser el puente para la salida de Maduro.
La diplomacia norteamericana (¿merece ser llamada así?) reproduce en el exterior el mismo juego estentóreo de su política interna, y me parece que los países latinoamericanos han cambiado mucho y desarrollado estados mucho más plurales y abiertos que no admiten ser tratados como en la época de las bananeras. La era del Big Stick terminó hace mucho, es increíble que el gobierno de Biden no quiera reconocerlo.
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