Desde los primeros días de su campaña, Claudia Sheinbaum renunció a su voz. La mujer que se presentaba como científica se ha convertido en torpe citadora del presidente saliente. Nada tan alejado del impulso científico que el sometimiento al principio de autoridad. Eso es lo que se escucha de Sheinbaum una y otra vez: no el argumento bien cimentado, sino la repetición de los dichos del Señor. La frase presidencial como demostración plena. El argumento, la prueba, la experiencia son ignorados si se topan con una frase presidencial. Es la política de la idolatría: cuando se encuentra una cita, el debate concluye.
La presidenta electa ha renunciado públicamente a lo que habría podido ser su carta de distinción. No un proyecto distinto, sino una racionalidad propia, una manera de acercarse a la realidad con algo más que un puñado de simplificaciones. No vale la excusa de que aún no ha asumido el poder y que no se ha colocado todavía la banda presidencial. El momento para luchar por su presidencia era ahora. Octubre será demasiado tarde.
Sheinbaum no ha logrado imprimir su tono. Digo tono porque entiendo que es abanderada de la continuidad, que representa a un partido que fue reelecto y que sinceramente coincide con las líneas básicas del gobierno lopezobradorista. Nadie esperaría ruptura. No se le pide traición. Se entiende que el proyecto de la presidenta electa coincida con el del presidente saliente. Pero era de esperarse la afirmación de una nota propia, una pista personal de prioridades, una manera fresca de argumentar basada en una experiencia particular. Eso mismo ofrecía ella al principio de su carrera presidencial: mi sello viene de mi formación.
Ese sello brilló por su ausencia durante la campaña y sigue ausente después de su victoria arrasadora. El problema es que Sheinbaum no solamente anuncia la continuidad de un proyecto político, sino el mantenimiento de las obsesiones y los rencores de un caudillo.
Si el oficialismo logra su propósito, el gobierno empezará sus tareas enredado en una labor complejísima y, sobre todo, absurda: decapitar integralmente a un poder para dar paso a una improvisación colosal. En lugar de avanzar en su propia agenda, Sheinbaum habrá de dedicarse a la consumación de un despropósito de consecuencias inimaginables. Lo notable es que la presidenta electa no ha intentado siquiera conducir una reforma de esta magnitud y que ha estado dispuesta a pagar íntegramente sus costos. En ningún momento ha dicho “esta boca es mía.” Lo que ha reiterado es que en lo esencial es intocable. Las medallas del rencor presidencial son innegociables. No está a debate la liquidación de la carrera judicial, la subordinación electoral de los jueces, la formación de un santo oficio para castigar la indisciplina. Las estocadas de reforma no se discuten.
Renunciando al espacio que naturalmente le corresponde como mandataria, desconociendo la magnitud de sus propios votos, Sheinbaum niega su presidencia al atarse a un testamento que no tendría por qué aceptar. No ha buscado siquiera ganar tiempo para coordinar una reflexión serena y ha aceptado el chantaje de la urgencia. Ella misma apretó el nudo hasta ahogar su responsabilidad. Se ha lavado las manos invocando un falso mandato. Ha tratado de sofocar con encuestas las implicaciones del degüello judicial porque no ha sido capaz de ofrecer argumentos sustentados en un diagnóstico honesto y profundo, porque no se atreve a incorporar la experiencia internacional a nuestra discusión. Apretando la cuerda que le tendieron, ha ido ahogando su poder antes de empezar a ejercerlo.
La presidencia de Sheinbaum se anuncia como una presidencia abnegada: una presidencia dispuesta a sacrificar las responsabilidades del liderazgo para demostrar lealtad. Ni cautela ni arrojo se han visto en Sheinbaum. La presidenta electa está dispuesta a boicotear su gobierno para no confrontar a su tutor. Por ello está dispuesta a pagar el cheque en blanco que firma el que se va. Por eso consiente que el nombramiento de funcionarios destacados lo haga el saliente; por eso está dispuesta a continuar los pleitos diplomáticos al repetir la cantaleta de los antiguos agravios históricos; por eso seguimos esperando una palabra suya, una idea propia, una iniciativa que no pida permiso.