Este lunes comienza en Chicago la convención del partido demócrata. Formalmente, las convenciones de los partidos estadounidenses convocan a cientos de delegados de los estados para confirmar la nominación del candidato presidencial. Rara vez han sido escenario de disputas políticas. Con el tiempo se han vuelto, más bien, escaparates mediáticos: cuatro días en los que el partido puede plantear su agenda, debutar nuevas figuras (la carrera de Barack Obama empezó con un discurso extraordinario en la convención del 2004, cuando era candidato a senador), presentar a su candidato y, de manera crucial, tratar de definir al candidato rival frente a la opinión pública.
Hasta hace un mes, la convención del partido demócrata parecía destinada a un fracaso estrepitoso. “Nos preparábamos para un sepelio. Ahora nos preparamos para un carnaval”, dijo hace poco un activista demócrata. No exagera. Con Joe Biden como candidato presidencial, el partido estaba hundido en el desánimo. No solo eso. Los demócratas temían la posibilidad de toparse con protestas violentas por la guerra en Medio Oriente que dominarían el ciclo noticioso. Desmoralizado, caótico y debilitado, el partido demócrata veía venir un episodio similar a su convención en 1968, que también se desarrolló en Chicago con consecuencias electorales funestas.
Las cosas han cambiado.
Aunque aún pueden ocurrir protestas alrededor de la convención, el ánimo de los demócratas está por los cielos. Por primera vez en mucho tiempo, tienen razones para el optimismo. Las encuestas, que sugerían una campaña a contracorriente para Biden, hoy dan a Kamala Harris una ligera pero clara ventaja en los resultados nacionales y en los estados clave de la elección. Harris ha crecido entre los demográficos que son indispensables para los demócratas (votantes independientes, afroamericanos e hispanos) e incluso ha atraído votantes fundamentales para Trump (blancos sin educación universitaria).
Pero los demócratas tienen otros motivos, quizá menos aritméticos, pero igualmente importantes, para el optimismo. La irrupción de Harris en la campaña ha dejado perplejo a Donald Trump. Era de suponerse que la campaña republicana se habría preparado con anticipación para un posible cambio de candidato entre los demócratas. Parece que ha pasado lo contrario. Trump resultaba estar tan seguro de que Biden no se retiraría de la contienda que nunca preparó un plan de contingencia para atacar a Harris desde el principio y con efectividad. El resultado han sido semanas cruciales durante las que, antes que definir la imagen de Harris frente al electorado, Trump ha divagado, agredido e incurrido en una extraña verborrea autolesiva.
Harris aprovechó ese mismo periodo para establecer una clara narrativa propia, elegir a un compañero de fórmula que le ayuda a comunicarla e incluso definir a Trump y su vicepresidente Vance como “raros” y peligrosos. Ahora, el partido demócrata tendrá cuatro días para acaparar la atención del país y reforzar ambas cosas. El partido republicano no podrá responder: dedicó su convención de julio a atacar a Joe Biden, un candidato que ya no estará en la boleta.
Aun así, nada está escrito. Una vez que concluya la convención demócrata quedarán poco más de dos meses para la elección. Habrá, por lo menos, un debate presidencial y otro entre los candidatos a la vicepresidencia. Con Trump en el escenario, el debate podría mover la aguja electoral —para un lado o para el otro. Además, la política estadounidense tiene maneras de sorprender. Las últimas semanas casi siempre han tenido reservados puntos de inflexión, las llamadas “sorpresas de octubre”. Por lo pronto, sin embargo, los demócratas se preparan para su carnaval. Mejor que un sepelio, sin duda.
@LeonKrauze