El presidente de Morena ofreció razones para la aprobación de la reforma judicial. Hay que darle un “gran regalo” al presidente. Debemos apresurar todos los trámites, violar los procedimientos si es necesario para que el obsequio le llegue a tiempo al presidente. Se trata de halagarlo, de rendirle un homenaje. Que nuestra genuflexión quede sellada en la ley, que la destrucción de un poder de la república sea el recuerdo imborrable de un sexenio. Hay que apretar el paso porque la envoltura y el moño del regalo de despedida deben entregarse antes del primer minuto de octubre. 

Había hablado de la reforma como un regalo al presidente para burlarme de ella. Nunca pensé que sus promotores se atrevieran a describirla abiertamente en esos términos. No era difícil percibir en el respaldo de los morenistas la intención de rendirle un homenaje al amado líder. Tenía su lógica: el cadáver de la Suprema Corte de Justicia como la Medalla al Gran Destructor. Lo sorprendente es que el dirigente de Morena no siente siquiera la intención de ocultar esta indignidad. Mario Delgado pide el cambio constitucional más radical de la historia mexicana para que ser  adorno de la vanidad presidencial. Así lo planteó el futuro secretario de educación ante legisladores del Partido del Trabajo: “Ayúdenos este mes de septiembre. No va a haber descanso. Todo está programado minuto por minuto para poder sacar adelante la reforma al Poder Judicial y otras reformas que queremos que se lleve el presidente como un gran regalo, como una gran despedida.” La frase es cápsula de la degradación de nuestra política. ¿Qué régimen podría invocar el agasajo al poderoso como motivo para legislar? El servilismo ha llegado a estos extremos. La verdadera exposición de motivos de la reforma más profunda a la constitución de 1917 es entregarle tributo a un patriarca. En estos tiempos no solamente compiten las reverencias más indignas. El rumbo del país se traza como si se tratara de una ofrenda.

La presidenta electa continúa la reverencia cortesana. No cuestiono que comparta proyecto, que coincida con una visión del mundo y que busque darle continuidad a una política. Lo que advierto en su discurso es la misma renuncia al argumento que caracteriza la retórica presidencial. El caso de la reforma judicial es muestra de esa indisposición de poner razones en el debate público. Sheinbaum no ha presentado un diagnóstico realista del poder judicial o de nuestro estado de derecho. No ha tenido el atrevimiento de considerar las razones de quienes ven en la reforma un error costosísimo. Atrincherada en la corte que ve la Luz Absoluta en la palabra del presidente, descarta la crítica como si ésta no fuera insumo indispensable de la sensatez y de la responsabilidad política. La candidata aceptó la condena integral de la estructura judicial. Hizo suya la idea de que los jueces son los peores enemigos del país. Lo que es más grave y cuestiona más seriamente su juicio fue el haber aceptado una receta radical que no tiene conexión alguna con el mal que quiere combatirse. Sin pedir diagnóstico, se apresuró a respaldar el llamado a la amputación. El debate judicial nos ha regalado la radiografía más fiel de una ideóloga palaciega que nada conserva de sus credenciales de científica. 

Como el demagogo al que idolatra, Sheinbaum contesta a la crítica con un reducido repertorio de frases recibidas y descalificaciones elementales. A los empresarios, a los académicos, a los periodistas, a los diplomáticos que expresan su preocupación por una reforma lesiva, responde con etiquetas gastadas. “No hay que temerle al Pueblo,” dice, como si el pronunciar esas palabras diera inmediatamente por terminada la discusión. Aún con los millones de votos que la respaldaron en junio, Sheinbaum sigue atada a las obsesiones de su promotor. La ideología extingue el argumento.

La primera mujer que ocupará la presidencia de México camina al cargo poniendo su nombre en el moño de un regalo siniestro. Ese “gran regalo” es un tributo a la vanidad de un hombre que significa la muerte de la democracia constitucional, que pone en riesgo la estabilidad económica y las alianzas comerciales, que hace más vulnerables a todas las personas, que debilita al Estado y refuerza a una autocracia.

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