Un país sin justicia. Un Presidente, enloquecido ante sus últimos días en el poder, dispuesto a enfangarse con tal de aplastar a sus enemigos históricos. Una Presidenta electa incapaz de atisbar el cerco que le tiende su antecesor. Un partido oficial rendido al culto de su caudillo. Un Poder Judicial corrupto e ineficaz, pasmado ante su inminente destrucción. Una presidenta de la Corte convertida en chivo expiatorio. Una oposición diezmada y ciega ante su merecido desprestigio. Una familia que ha transitado por todos los partidos para proteger sus intereses. Un senador que necesita que su padre defienda su pusilanimidad. Un padre dispuesto a la ignominia para salvar a sus hijos de la cárcel. Un líder del Senado que, tras años de asumirse como puro, abraza a quien encarna lo que siempre combatió. Un líder del PAN solo preocupado por rescatarse a sí mismo, azorado ante la más obvia traición. Un líder del PRI que solo aspira a mantenerse indefinidamente en el cargo. Un amedrentado senador de MC que se presenta como hijo fiel. Y, en fin, una clase política entregada, sin distinciones de partido, a la mentira y la simulación.
Si todos estos personajes no fuesen tan miserables -y patéticos-, nos hallaríamos ante una tragedia de resonancias shakespearianas. Pero, como ha documentado Frans de Waal en La política de los chimpancés, hasta nuestros parientes simiescos son capaces de emprender conspiraciones semejantes a la que presenciamos esta semana en el Senado de la República. Durante unas horas, el Canal del Congreso le arrebató su lugar a La casa de los famosos con un reality en el que se exhibieron, uno a uno, los más bajos rasgos de la condición humana: la falsedad, la sumisión, la vileza, la rabia, la avaricia, el miedo y la sinrazón. El perfecto retrato de nuestros gobernantes: una manada desprovista del menor asomo de congruencia o de ética.
Detrás, unas reformas constitucionales en materia -no se vale reír- de “justicia”. Se trata, más bien, de la maniobra con la que López Obrador se ha adueñado al fin de todos los órganos del Estado. Porque la reforma no mejora en medida alguna nuestro desvencijado sistema de justicia: no se preocupa ni de las fiscalías ni de las policías, instaura la elección popular de los jueces -un costosísimo despropósito que en nada contribuirá a la independencia, la eficacia o la probidad de la judicatura-, amenazados por un tribunal inquisitorial, e incorpora mecanismos violatorios de los derechos humanos, como los jueces sin rostro y, muy pronto, nuevos supuestos para la prisión preventiva oficiosa. En resumen: medidas que afectarán sobre todo a los más desfavorecidos, esos pobres por los que -en otra grotesca patraña- la 4T dice ver primero.
Para justificar que, en aras de aprobar esta perversa reforma a la justicia, Morena haya amenazado, chantajeado y sobornado -y cometido varios delitos en el camino-, AMLO se atrevió a decir que era necesario un equilibrio “entre la eficacia y los principios”. En otras palabras: que todo se vale. Con ello ha demostrado que continúa siendo el político más hábil -y con menos escrúpulos morales- de nuestra historia reciente; en una maniobra diabólica, liquidó de un plumazo a sus dos grandes detractores: el Poder Judicial y el PAN. Pero, al hacerlo, asumió la infamia que lo iguala al pasado. Ya no queda duda de que la 4T es idéntica, si no peor, al viejo PRI.
En su infinita soberbia, López Obrador ha cometido sin embargo el mayor error de cualquier soberano, enfrentando a partir de ahora a su hija adoptiva con su hijo biológico. No por nada, una regla de los emperadores mogoles hacía que el heredero debiese liquidar sin piedad a sus hermanos. Lo que presenciaremos a partir de ahora, en un régimen donde la 4T ya no cuenta con ninguna oposición, será una guerra intestina de proporciones épicas: la batalla descarnada y salvaje, en medio de desmentidos e hipócritas llamados a la unidad, entre Claudia Sheinbaum y Andrés Manuel López Beltrán.
@jorgevolpi