El mejor gobernante que ha tenido México. Y el más querido junto con Lázaro Cárdenas. Con estas dos frases rimbombantes, que resumen los minutos iniciales de su primer discurso como Presidenta -sí, con a: es ridículo que algunos de sus adversarios se empeñen en usar el masculino-, Claudia Sheinbaum hizo lo que tenía que hacer. Sea porque en verdad sostenga este paroxismo discursivo -equivalente al de quienes consideran a López Obrador el peor presidente de la historia- o porque necesitaba apuntalar su posición para dotarse de mayor margen de maniobra frente a la nueva ortodoxia 4T que la cerca y la vigila, la loa a su predecesor resultaba irremediable. Quizás por ello la mayor parte del tiempo el propio AMLO escuchaba sus palabras con el rictus adusto y huraño: nadie mejor que él sabe que ese desmesurado encomio implicaba, asimismo, su lenta ruta hacia el olvido.
Agotado este forzoso prólogo, Sheinbaum al fin pudo ofrecer algunas señales sobre lo que piensa y sobre lo que hará a partir de ahora. La primera diferencia con su mentor es obvia: su condición de mujer y su vocación por las mujeres, por más que en su prolija enumeración se resistiera a pronunciar la palabra feminista o a mencionar a las madres buscadoras. Pésele a quien le pese, se trata de un avance histórico hacia la igualdad de género: una de las muchas inequidades que persisten en nuestro país. Ello no significa que vaya a convertirse por fuerza en una buena gobernante, pero imprime un estilo que ya es -para fortuna general- lo opuesto de la patanería y la agresividad típicamente machistas de López Obrador.
Para desazón de los opositores, tanto en San Lázaro como en el Zócalo la nueva Presidenta ofreció, en casi todos los demás rubros, la más firme continuidad con esa doctrina chiclosa a la que insiste en llamar humanismo mexicano: una extraña mezcla del nacionalismo posrevolucionario con vocación social y un discurso ferozmente marxista e indigenista que no se corresponde con una praxis más bien neoliberal. Se mantienen y amplían los apoyos directos, base central del régimen, así como la austeridad republicana: en este momento, la única garantía de financiarlos, dada la negativa a implementar una reforma fiscal progresiva como seria propio de una política de izquierda. También persisten la militarización -que, una vez más, lo es-, los grandes proyectos estatales de infraestructura y la esquizofrénica política exterior que lo mismo resucita la tensión con España que procura hacer guiños a Estados Unidos, Cuba y el resto de la izquierda latinoamericana.
En los cien puntos que condensan sus promesas, aparecen sin embargo ya algunos cambios sustanciales: una apuesta por la ecología, las energías limpias, la tecnología, la ciencia y la cultura que a AMLO jamás parecieron importarle. Se trata de la expresión del perfil académico de Sheinbaum, y no es un asunto menor: al menos allí, así como en su defensa de la diversidad, sobre todo sexual y de género, se perfila una auténtica agenda de izquierda inexistente en México hasta hoy.
Más grave resulta lo que Sheinbaum no dijo: el ninguneo a la oposición o a la disidencia crítica y el anuncio de una preocupante reforma electoral. Y, aún peor, una retórica triunfalista que pretende borrar que México no es un país normal, sino un cementerio, sin que la culpa pueda ya ser toda de Calderón. Habrá que esperar los detalles de su política de seguridad, pero su respaldo a la reforma judicial le creará infinitos dolores de cabeza sin mejorar un ápice los índices de impunidad y provocará un caos judicial que se prolongará por años. Si no se plantea una nueva reforma integral, que abarque fiscalías, ministerios públicos y policías, todo su proyecto estará condenado al fracaso.
El inicio de su mandato -el lopezobradorismo ha tendido siempre a la cursilería onomástica: Morena, 4T, segundo piso, etcétera- se anuncia inquietante, en especial con la economía en vilo. Lo único claro es que Sheinbaum apenas ha empezado a mover sus fichas: falta mucho para saber quién es en verdad.