¿Cómo se puede justificar un golpe? ¿Cuántas veces aceptamos el dolor bajo la excusa del “solo fue una vez”? La violencia se presenta como un susurro antes de convertirse en grito, como una sombra se extiende poco a poco sobre la vida de quien la sufre. Y, aunque el agresor solo levante la mano una vez, el miedo, el daño permanecen.
Recientemente, vi una película española que abordaba la violencia doméstica. Al principio pensé que sería solo otra historia sobre machismo y agresiones. Pero conforme avanzaba la trama, me sumergí en el dolor de sus protagonistas. No eran personajes ficticios. Eran voces reales, representando a quienes sufren miedo, vergüenza, dentro de esta sociedad que muchas veces minimiza lo que ocurre a puertas cerradas ignorando alertas a ese “tanAtento” manipulador que puede ser quien ahogará a tu hija.
La historia gira en torno a tres personajes: una psicóloga que trabaja con mujeres víctimas de violencia de género, acosada por la pareja de una de sus pacientes, llevándola al límite e ignorada por ineficaces autoridades. Una pareja, que acude a terapia, tras un episodio de agresión de “solo una vez”. Él, atractivo escritor de novelas; ella, una editora guapa, fuerte, independiente… al menos, así se ve a sí misma. No busca ayuda, solo quiere pedirle a la psicóloga que deje de “atosigar” a su pareja, porque cree que “No es para tanto”, repite. No es de “EsasMujeres” que se deja maltratar o golpear, dice con firmeza. Está convencida de que ese hombre encantador, solo tuvo buenas razones.
Pero, ¿cuántas veces escuchamos esa misma excusa? ¿Cuántas veces se justifica el golpe, la humillación, la discriminación? Las apariencias engañan y la negación duele más de lo que quisiéramos admitir. El espectador se ve obligado a cuestionarse: ¿cuándo se cruza esa línea invisible? ¿Cuándo un “solo una vez” se convierte en la justificación de lo imperdonable? La violencia se cuela en la piel, en el alma, dejando cicatrices invisibles que pocos se atreven a reconocer, a proteger, defender y animar a denunciar. Al final, ser inteligentes, decía Sagan, implica saber usar las advertencias, la información pues. ¿De qué sirve ser fuertes si no podemos ver lo que nos hace daño? La violencia, tanto psicológica como física, no discrimina. No tiene género, color o educación. Está ahí, en casa, en nuestras familias, en las relaciones cotidianas.
Quizá sea hora de dejar de silenciarlas hablando de cómo advertir y prevenir la violencia, abrir la puerta a conversaciones incómodas que reconocen las señales de alerta ¿De qué debemos prevenir a nuestras hijos e hijas? Los celos, el control, esa necesidad de poseer al otro, de hacerlo sentir pequeño, dependiente. Las personas que se creen dueñas de la verdad justificándose “por el bien” de los demás; invisibilizar los cambios que enfrentamos, no solo hormonales sino emocionales fragiliza a las niñas, las descompone. Los agresores andan sin etiqueta que los delate, son amables, encantadores, como cualquiera. Pero detrás de esa fachada, hay una oscuridad que no podemos ignorar.
La comunicación debe ser nuestro refugio, nuestra fortaleza. Hablar es prevenir, apoyar y no denunciar es consentir. Callar, es permitir que “solo una vez” se convierta en siempre y basta un golpe para morir. El silencio, el sobre cobijo al agresor solo alimenta la violencia, hablemos aunque incomode, enfade pues así habremos roto el coto de poder que tiene lo indefendible y quizá, salvemos una vida, solo una vez…
RAA