La inseguridad y la violencia acarrean consigo un costo enorme, no sólo en términos de vidas, sino también en lo económico. Las cifras de negocios cerrados en Sinaloa indican claramente que una sociedad sacudida por la violencia no puede prosperar y mucho menos elevar el nivel de vida de sus ciudadanos.

El Consejo Estatal de Seguridad Pública de Sinaloa reveló en días recientes algunos datos sólidos que nos aportan un indicio respecto al costo social de la guerra en Sinaloa entre “Los Chapitos” y “Los Mayitos”.

Según el CESP, ciento ochenta negocios han cerrado, principalmente en Culiacán y Mazatlán, 200 familias han sido desplazadas y otros mil 500 negocios han tenido que recortar sus horarios.

Hasta el martes se han registrado ciento noventa y dos asesinatos (un promedio de seis diarios), así como 224 desapariciones  forzadas. Se registra, también, una marcada caída en el turismo y en la actividad económica en general.

Estos datos dejan claro el porqué se requiere la pronta y urgente intervención del Gobierno federal para reforzar la seguridad.

Salta a la vista que si la Guardia Nacional (que ahora es lo mismo que decir la Sedena) entra a Sinaloa a imponer orden, no lo va a lograr con abracitos y besitos a los delincuentes. Si entra tiene que emplear de manera legítima el monopolio de la violencia que nuestra Constitución le otorga al Estado mexicano.

Se requiere no sólo -como dicen con eufemismos- que “haya presencia” militar en la entidad y que la intervención se limite a patrullajes y apantallajes: tendrá que haber operativos cuyo objetivo sea el arresto e imputación de cargos a quienes generan esta violencia, a quienes asesinan, secuestran y/o extorsionan.

Es decir, a los capos y a los sicarios que comandan y a quienes les ayudan y encubren: entre ellos, elementos de las Policías locales que -según declaraciones de Ismael Zambada- trabajaban para él, y seguramente hay otros malos elementos que solapan o protegen al otro bando.

En estos temas, y como ha aprendido un sinnúmero de naciones avanzadas del mundo, al enfrentar a los enemigos de la sociedad que no respetan las leyes, ni las jurídicas ni las sociales, menos las morales, no existen las medias tintas.

No pretendemos -lejos está en nosotros la intención- hacer una apología de los métodos extremos del Presidente Nayib Bukele para someter a la Mara Salvatrucha en El Salvador y lograr rescatar la paz y el orden en esa nación al emplear una “guerra total” contra la delincuencia, incluso al grado de llegar a crear la mayor prisión del mundo y encerrar a todos, o casi todos, los delincuentes que amenazan con hacer de El Salvador un Estado fallido.

Lo que pretendemos ilustrar al mencionar el caso -y escuchar los razonamientos del Presidente Bukele- es que existe una enorme diferencia entre un delincuente del fuero común que se roba una manzana o un par de tenis y los criminales endurecidos acostumbrados a asesinar, a torturar, a decapitar, a violar, a secuestrar.

Para este tipo de criminal que “cruzó la raya” no existe ya el concepto de “reintegración social”. Es decir, la prioridad -afirma Bukele, y creemos que tiene razón- es que los criminales de altos vuelos deben ser aislados de la sociedad, precisamente para protegerla.

Esto es, proteger a la sociedad de manera efectiva, convirtiendo a la ley no en letra muerta, sino en reglas vivientes, que se respetan y acatan sin distingos ni excepciones.

Argumentamos, pues, en el sentido de que si -como se ha dicho- la idea es “reforzar la seguridad” en Sinaloa y en otros Estados azotados por lo que llaman (de nuevo empleando eufemismos) “delitos de alto impacto”, y que nosotros los laicos llamamos violencia extrema y barbárica (ejemplo, Chilpancingo, Guerrero), las fuerzas del orden no lograrán nada si su misión es pasearse por las principales ciudades haciendo como que hacen.

Urge que el Gobierno mexicano rescate la paz y el orden social donde éste ha sido violado por peligrosísimos criminales que siegan vidas sin siquiera pensarlo y que lo hacen precisamente porque han gozado de una impunidad total.

Da vergüenza que los únicos capos mayúsculos de la criminalidad mexicana que están en prisión, lo están en Estados Unidos. Queda muy mal parado, ante sus propios ciudadanos y ante el mundo, un Gobierno incapaz de imponer la ley en su propio territorio.

 

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