Hace más de 23 años, en estas páginas periodísticas de AM escribía una columna semanal el Maestro Miguel Montes García, Ministro en retiro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ya de regreso y radicando aquí en León.

Con motivo del nombramiento de su hija Mónica Montes Manrique y de Hugo Bermúdez Manrique como nuevos jueces federales, el 15 de junio de 2001, escribió un artículo que intituló “El Juez”, el cual vale la pena rescatar del archivo de este prestigiado diario y recordarlo.

‘Pinceladas’

Para Mónica y Hugo, nuevos jueces federales, con afecto y esperanza.

El Juez

Tener la potestad de juzgar a nuestros semejantes porque la sociedad, a través de un mandato legal nos la ha otorgado, implica inexcusablemente la adquisición de una enorme responsabilidad jurídica y moral que se traduce en la necesidad de corresponder a ella con el conocimiento profundo y amplio del derecho, con imparcialidad y objetividad en el ejercicio del cargo, diligencia en el desempeño, con modestia y austeridad en el comportamiento personal, con rectitud en la conducta, independencia de criterio y autonomía en la decisión. Todo ello sólo se logra con un gran esfuerzo, una constante y permanente dedicación al estudio de la ciencia jurídica y una firme voluntad que preserve de claudicaciones y corruptelas.

Ser juez, aunque se reciba un sueldo, no es un empleo sino una vocación. El desempeño exige dedicación absoluta al cargo. No hay límite en el tiempo que se le dedica. En cada caso concreto habrá que encontrar la verdad y resolver conforme a ella. La aplicación del derecho es una tarea que no se agota cuando concluye la jornada de atención al público en la oficina. El buen juez sabe que para conservar claridad de juicio y serenidad en las decisiones necesita de una conducta personal moderada. Cualquier exceso mina y disminuye su capacidad de esfuerzo.

El trabajo judicial pide, para ser realizado con propiedad, soledad física que no debe traducirse en aislamiento espiritual. La comunicación del juez con los juristas prudentes de ayer y de hoy se hace a través de la consulta continua de la doctrina y los antecedentes judiciales. Escuchar a los judiciables es útil, pues si bien la sentencia tendrá que dictarse en congruencia con lo actuado, el conocimiento directo del sentenciado, sobre todo en derecho penal, resulta insustituible para la graduación de la pena que no será correcta sin valorar la personalidad y peligrosidad social del reo. Al exceso de ingreso de asuntos y las frecuentes triquiñuelas de las partes no debe agregarse la indolencia de trámite del tribunal. Todo ello produce el rezago judicial que es el mayor mal que agobia a la justicia. Se requiere personal de apoyo para abatir ese rezago, pero los secretarios y proyectistas, indispensable ayuda, son solo coadyuvantes, no sustitutos del juez. La llamada justicia de secretarios es una perversión que no está autorizada por la ley. 

El juez es el conductor y director del proceso. Las otras partes son sus auxiliares. Cualquier medio que juez y partes utilicen tiene como propósito encontrar la verdad. Aplicar autoridad y energía a veces es útil para evitar desviaciones, pero también lo es la suavidad y gentileza para orientar a quienes están frente al juez. La objetividad y la imparcialidad son actitudes sin las que no se puede impartir justicia. Si en un caso existe algún sujeto o circunstancia que las perturbe, el juez deberá excusarse del conocimiento de ese asunto sin esperar a que los interesados lo recusen. La excusa nunca será un pretexto frívolo para dejar de conocer los asuntos difíciles o de alto impacto social. 

El ejercicio de la judicatura implica virtudes y conocimientos que nunca se adquieren totalmente. Los centros de enseñanza sólo otorgan las bases mínimas que permiten la actualización permanente. Tener conciencia de esta limitación servirá para desterrar la soberbia que parece una deformación natural del ejercicio judicial.

La ley otorga al juez la facultad de decidir un conflicto, pero la sabiduría para hacerlo solo se adquiere con sacrificios y esfuerzos. No confundir capacidad legal de decidir con correcta decisión, es obligación ética insoslayable de los jueces.

Corregir lo mal hecho, siempre dentro de la ley, es la más alta valentía. 

La sociedad quiere que sus jueces sean confiables y para ello les pide que huyan de la corrupción. En ocasiones es tan sutil que se adquiere insensiblemente, con simples tolerancias, dejándose llevar, escuchando palabras de amistad y apoyo que disfrazan intereses ilegítimos. Son tan atrayentes los frutos de la corrupción que suelen presentarse como conducta normal. En ocasiones con criterio distorsionado, socialmente se valora al corrupto como exitoso e inteligente y al honesto como fracasado y tonto. La corrupción casi siempre va acompañada de un rápido y notorio éxito económico. Que obligado está el juez a huir de ella y evitarla a cualquier costo en su tribunal. Sólo es honesto el juez que está consciente de que sus conocimientos, por muchos que sean, sólo valen porque viven sociedad y sin esta serían inútiles. 

 

RAA

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