El proverbio “los árboles mueren de pie” se usa para simbolizar a las personas que se mantienen estoicas y resisten a la adversidad, incluso después de haber perdido la vida. Ya quisiera morir de pie como ellos, los árboles. Estos, seres vivos ejemplares que nos acompañan y se sostienen erguidos hacia el sol, también mueren y algunos, prematuros. Y digo esto porque cuando se juntan algunas condiciones ya genéticas o ya de entorno, los árboles se “secan” y regresan a ser suelo. 

Sí, León ha incrementado la tasa de mortandad de sus árboles y esta es mayor que la tasa de sembrado. En este espacio he presentado los indicadores de tasa de árboles por cada 10 mil habitantes y cómo estamos muy por debajo de Guadalajara, la de mayor cultura arbórea del País.

Ténganme paciencia para explicarles, pues hago mucha reforestación desde hace 35 años en León, y es de preocupar y ocupar que, terminado el otoño, veamos el resultado de la época de lluvias y así como vemos crecer enormidades a los árboles, también encontramos a los que sucumbieron a la temporada de calor. El árbol infiltra sus raíces aun en suelos malos, tanto como su genética le marca la búsqueda del líquido vital, y cuando no encuentra agua (la altura del árbol nos da idea del tamaño de las raíces), entonces, se “estresa” y se incrementa la probabilidad de muerte. Y esto es el origen del asunto: cada vez más especies de árboles mueren en León.

¿Todo esto a qué se debe? Tengo hipótesis sobre el creciente número de árboles que mueren en la ciudad. Calculo que una cuarta parte de los árboles plantados ya han muerto. Tengo tres hipótesis sobre este hecho: el primero es sobre el cambio climático, es decir el incremento de un grado en los últimos 40 años. El segundo sobre el cambio en el nivel freático promedio en la ciudad, que ha bajado en 50 años de 10 a 150 metros y que hace difícil que encuentren humedad. Y el tercero es la introducción de especies arbustivas foráneas y no endémicas (ficus, liquidámbar, laureles, fresnos, etc.), que son poco resistentes al calor del Bajío. 

Claro que hay otras, como la mutilación y tala que le hacen algunos malos ciudadanos; podas inadecuadas, la misma acción de organismos como las hormigas; suelos contaminados; estrangulamiento del árbol; falta de área de infiltración de la lluvia en banquetas, entre otros.

Al final el hecho es que seguimos como ciudadanía y gobierno, sin poder incrementar sustancialmente la masa arbórea. De acuerdo con el Inventario del Arbolado Urbano, publicado en el 2020, en León hay 760,610 árboles, una densidad de 36.6 arb/ha (árboles por hectárea), que es considerada baja. Nos faltarían un millón de árboles si vamos hacia los 2 millones de personas, para llevar a tener uno por habitante. Entonces, el problema no sería tanto plantar más árboles, sino cómo poder darles humedad en el periodo de tiempo en que crecen, en tanto se logran infiltrar, pues no hay otra manera concreta, natural, de controlar el cambio climático, que sembrar árboles.

La solución tiene que ver con el agua tratada. Para quienes reforestamos en las calles, tenemos que hacerlo con agua potable que sacrificamos de otros usos domésticos. Tendríamos que convencer a Sapal de que hagamos crecer el mercado de agua tratada para que ésta pudiera usarse en proyectos de reforestación en edades tempranas, pues tenemos, además, la ventaja de regar con nutrientes que tiene el agua tratada; deberán ser pipas que se trasladen hacia los parques y espacios donde hacemos reforestación.

Parece difícil que lo logremos; tendría, además, que crearse un fondo ambiental que estimulara a quienes siembran y hacen crecer árboles; una especie de “bono de carbono” para los ciudadanos. Es decir, estímulos económicos para que se incremente la tasa de fecundidad verde. Debe ser posible y convencer a más paisanos que siembren, pues al final, requerimos nubes y lluvias; los árboles provocan humedad, fijan carbono y nos mejoran el clima, infiltran lluvia. Sí, cumplen su función en la vida y como deberíamos también los humanos, mueren de pie. 

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