La presidenta Sheinbaum actúa con descaro. No simula respeto por la ley, solo le habla a los suyos.
Claudia Sheinbaum se dice sorprendida porque se le describa aquí y fuera de nuestro país como la cofundadora de un régimen autoritario. Dice que la denuncia del nuevo autoritarismo mexicano es absurda porque ella siempre ha luchado por la democracia y porque la etimología de la palabra avala la destrucción de un árbitro independiente que pueda corregir abusos cometidos en nombre de El Pueblo. Si democracia es gobierno popular y yo gané las elecciones, lo que yo diga es democrático; todo lo que se vote es democrático. El infantilismo de su concepción y la arrogancia del alegato biográfico son desconcertantes.
Para ella la democracia es infalibilidad de un bloque coyunturalmente mayoritario. Lo cierto es que Sheinbaum es cabeza de un régimen que ha desmontado los contrapesos institucionales esenciales. Un régimen donde el poder se da licencia de ignorar la actuación de los jueces. El autoritarismo ya no disimula su naturaleza. La presidenta Sheinbaum actúa con descaro. No simula respeto por la ley ni tiene el menor interés en entablar diálogo. Rechaza cualquier contacto con el Poder Judicial, no le interesa hablar con la Suprema Corte de Justicia ni escuchar directamente a la cabeza de un poder de la República. Ella le habla a los suyos y no quiere perder el tiempo con los otros. Tampoco tiene disposición de escuchar a los representantes de las oposiciones que, por muy disminuidas y desorientadas que estén, expresan la opinión de más de 40% de los electores.
Por si hubiera alguna duda, la Presidenta ha adelantado que desacataría una resolución de la Suprema Corte de Justicia que llegara a invalidar la reforma judicial. Esa desfachatez -hay que subrayarlo- no la tuvo ni siquiera su antecesor. Ella lo ha dicho con todas sus letras: su voluntad está por encima del órgano que es todavía tribunal constitucional. Sheinbaum encabeza autoritariamente un régimen autoritario.
El pleito del régimen con el Poder Judicial era, en el fondo, un pleito con la Constitución. La ruptura histórica que se había propuesto tenía como obstáculo esa norma que se colocaba por encima de la soberbia mayoritaria. Los jueces se convirtieron en el enemigo del régimen porque hicieron su trabajo, porque cuidaron los derechos, porque exigieron que las decisiones siguieran los cauces constitucionales, porque se atrevieron a ponerle un alto a la coalición gobernante. Al cambiar las reglas de nombramiento de los jueces, al terminar con la carrera judicial, al instaurar un órgano disciplinario con facultades ambiguas que podrá castigar a cualquier juez que se aparte de la voluntad del régimen, la Constitución deja de ser un espacio común para ser propiedad exclusiva del poder.
La Constitución ha cambiado de naturaleza porque el régimen en el que se inserta es otro. Nos hemos quedado con una Constitución que lo es ya casi de nombre solamente. Una ley que no restringe al poder, sino que legitima su imperio desatado. En las librerías podemos comprar un libro que lleva ese nombre, pero debemos tener claro que, desde la reforma del 11 de septiembre, ese libro no es el instrumento que funda y limita el poder político. Sin jueces independientes y profesionales, ese libro es un manifiesto del poder para el poder.
Si debemos hablar de la Presidencia autoritaria de Sheinbaum es porque su gobierno terminó de aniquilar el orden constitucional. Nada importa lo que ella diga de su propia biografía. Es irrelevante que repita una frase de un discurso de Abraham Lincoln.
El hecho concreto es que la presidenta de México promovió el aniquilamiento de un poder de la República para que los jueces de todo el país sean eco del régimen. Recaerá en ella la responsabilidad histórica de la catástrofe constitucional. La reciente barbaridad parlamentaria es una clara muestra de que el autoritarismo se ha instalado firme y desvergonzadamente. Como si fuera un asunto de urgente resolución, la mayoría temporal se asume como voz inapelable para impedir que se examine su actuación. Morena quiere convertir a la mayoría calificada que obtuvo tramposamente en el poder que cancela cualquier discusión. Una grotesca iniciativa, de impecables credenciales autocráticas: cuando hablemos nosotros, callen y obedezcan.