Allí estaba otra vez ese escalofrío incomparable que solo ella era capaz de provocarme con su envidiable, hogareño y único sazón. Tres huevos revueltos, una porción de frijoles refritos y una de salsa roja hecha con la pureza que emana el molcajete, eran suficientes para sentirme en un paraíso indescriptible de alegría y gratitud. 

El agua, que podía variar en sabores y olores por esa manía juguetona y distintiva de cambiar de parecer cada viernes del mes, era el acompañamiento ideal y necesario que hacia alcanzar el deleite final en mi paladar. 

Mientras la luz chillante del sol invernal entraba por la pequeña pero efectiva ventana de un nostálgico cuarto, mi asiento de metal le hacía compañía a su figura hogareña e inefable que, una vez reposada en una cama de madera chica pero reconfortante, parecía elevarse a espacios irrompibles llenos de nostalgia y melancolía. 

El pelo chino engalana su estatura que, apenas, rebasa los 1.60 metros, pero eso no exime de relucir sus conocimientos a través de anécdotas que me sorprenden y me reconfortan. 

La soledad, compañía casi eterna en múltiples episodios de la vida misma, es una palabra lejana y hasta desconocida dentro de esta habitación, pues yo solo soy una adición más. Al lado de ella, está la figura de un hombre con bigote blanquecino que es estoico, sapiente y riguroso en sus ideales. 

Así, con ambas figuras recostadas a un lado mío, me encontraba yo, un muchacho de apenas 16 años de edad, deleitando los tres huevos revueltos, la porción de frijoles refritos y la de una salsa roja hecha con la pureza que emana el molcajete durante el atardecer del viernes 18 de octubre del 2019

Como cada viernes del mes desde hace seis semanas, la plática con ellos, mis abuelos, era variada. La carga en la escuela y la vida en casa con mis padres, los temas recurrentes y protagonistas de charlas que, sin importar el cómo ni el por qué, siempre terminaban en un tema perseguidor de una bola de 108 costuras que vuela y hace de las suyas en un campo en forma de diamante. 

En la televisión, el canal de deportes disponible en el sistema de cable ya tenía en su cintillo la información del juego número cinco de la Serie de Campeonato de la Liga Americana, y era contundente: si los Yankees pierden, los Astros avanzan. 

Por eso, sabedor de mi afición hacia los Bombarderos del Bronx, mi abuelo, que es un auténtico Dodger de Corazón, no se hace esperar con la carrilla y avizora ya, el fracaso que los de Aaron Boone se encargaron de alargar una noche más. 

“No dan una esos Yankees, les falta pitcheo, les falta mánager, les falta todo”, mencionaba con un toque distintivo de carcajada en el final. 

Yo, sin poder defenderme ante la inoperancia de mi equipo, no me queda más que responder:

“¿Pues qué le digo, abuelo? Ya solo espero un milagro porque, como están las cosas, ni para qué le cuento”. 

Las risas después de mi decir no se hacen esperar y, de un momento a otro, a mi plato ya solo le queda una pequeña porción de frijoles y salsa que devoro con la última tortilla caliente que yace solitaria en el blanquecino tortillero. 

Mientras esa acción se realiza y un pequeño silencio reina en la habitación, mi abuela, con esa voz de candidez y cortesía que la ha caracterizado desde que yo tengo memoria, inicia una remembranza que me cala hondo en el corazón. 

“Mijo, nomás porque yo no me puedo meter, pero yo le daría mejor que todos esos. Era muy buena bateadora y corría por las bases, uh, como no tienes una idea. Mi brazo, ni se diga. Tenía mucha potencia”. 

Pero la pasión por la danza y el atletismo, aunado a las labores del hogar y la falta de oportunidades como mujer en la época, privaron su crecimiento como pelotera y la remembranza, eterna como su espíritu, se presenta aún con nitidez. 

“Era bien rápida, mijo, sino allí pregúntale a tú papá. Nombre, volaba, y no había quien me detuviera y sí, también allí con el bate tenía el poder, pero pues por una circunstancia u otra, pues (sic) ya no pude seguirle”. 

Mi asombro fue sincero y después de confirmar la anécdota con mi padre, los Yankees fueron eliminados, los Nacionales campeonaron y la pandemia llegó. 

Un año después, los Yankees volvieron a ser eliminados, los Dodgers campeonaron y la pandemia siguió. 

Un año después, los Yankees volvieron a ser eliminados, los Bravos campeonaron y la pandemia siguió. 

Un año después, los Yankees volvieron a ser eliminados, los Astros campeonaron y la pandemia siguió. 

Un año después, los Yankees volvieron a ser eliminados, los Rangers campeonaron, la pandemia terminó y el sueño de la Liga Mexicana de Sóftbol, comenzó. 

Hoy, cinco años después, la utopía dejó de ser una utopía y se convirtió en toda una realidad. El tiempo, inexorable y, hasta cierto punto, cruel, ha permitido un resquicio de avance en el deporte femenil mexicano. Lo que hasta hace un lustro parecía lejano, hoy se puede percibir y sentir. El júbilo, materia explorable de la alegría, impulsa la voluntad de nacer, crecer y sostener. 

Hoy, cinco años después, tengo la dicha de tener vivos a mis abuelos, que son la sinonimia misma de la persistencia y el estoicismo. 

Hoy, cinco años después, aquella joven de pelo rizado, piernas finas y manos poderosas, rebosa de alegría en lo más profundo de su alma, esa que no se imposibilita y sale a relucir con una sonrisa de oreja a oreja. 

Hoy, cinco años después, la vida deportiva de México da un salto gigantesco con la inauguración de la LMS. 

Hoy, cinco años después, León comienza una travesía de 12 series y tres meses con las Bravas y su espíritu de dejar en lo más alto el nombre del equipo y su ciudad. 

Hoy, cinco años después, el sueño de aquellas que fueron niñas y jóvenes con sueños dentro del diamante que no pudieron cumplirse por las dificultades de su época, se cristaliza.

Hoy, cinco años después, una nueva generación nace y se fortalece.

Hoy, cinco años después, la responsabilidad crece porque el futuro depende del próximo presente. 

Hoy, cinco años después, Diana, Alejandra, Marlene, Gloria, Arisdelsy, Leeslye, Renata, Mariangel, Jennifer, Kymberly, Daisy, Darlys, Yareth, Guadalupe, Belman, Adriana, Amanda, Janeth, Regina, Melissa, Analuz y Alexander, son las caras que representan el avance, el estoicisimo y la disciplina de alcanzar y potenciar un sueño en común. 

Hoy, cinco años después, serán nueve figurando, pero más de cien almas rondando. 

-El Dugout del Gabo. 

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