La salud sólo existe cuando la perdemos. En circunstancias normales, no advertimos que estamos respirando. Las enfermedades representan una oportunidad de valorar el cuerpo sano e incluso de entender el mundo de otro modo. Las figuras alargadas del Greco se atribuyen a un posible defecto de la vista y las apariciones místicas presenciadas por Hildegard von Bingen a una eventual jaqueca con aura. Cada malestar provoca una compensación. A saber lo que Beethoven habría compuesto en caso de conservar el oído.

Más allá de sus estragos, el coronavirus trajo el raro beneficio de recordar que existe la presencia humana. Antes de la pandemia nos limitábamos a asistir a un sitio sin advertir que se trataba de un “acto presencial”. El mal nos sometió a una disyuntiva: aparecer de manera virtual o en la arcaica tercera dimensión. En la mayoría de los casos preferimos la segunda opción. No es extraño que en la tregua concedida por la pandemia los festivales de rock alcanzaran renovado frenesí, pero incluso los simposios de filosofía han asumido una intensidad, si no de rave, por lo menos del razonado hedonismo que Epicuro predicaba en su Jardín. Seguramente, el próximo Día del Grito las plazas se llenarán, no por patriotismo tricolor, sino por el irrenunciable placer de estar juntos y hasta apachurrados. El ser social necesita que le piquen las costillas.

En este contexto de recuperación de la presencia pocas actividades son tan significativas como el teatro. Un libro puede aguardar para tener lectores y un pintor puede morir sin saber que años después sus cuadros producirán una fortuna en Sotheby’s. En cambio, el teatro juega todas sus cartas durante la función. Cuando fracasa, el desastre es total. El cine permite distracciones secundarias; si la película es mala, nos concentramos en los paisajes, la belleza de una actriz, un coche en fuga o la sugerente música de Ennio Morricone. Incluso nos entretiene lo que comen los personajes (una paradoja de las películas de la mafia italiana es que abren el apetito; la sangre derramada no impide que salgamos del cine con antojo de espagueti).

El teatro no admite estas distracciones. Si no nos convence lo que sucede, de nada sirve que los actores hagan acrobacias o la escenografía gire como un carrusel. Estamos ante una decantación esencial de la presencia, una forma del rito que aspira a la catarsis, a la comunión con el público.

No es casual que la palabra “persona”, que debemos a los etruscos, signifique “máscara de actor”, y es que el teatro no es una simulación, sino una encarnación de identidades, lo cual, por supuesto, se extiende a la máscara misma, que revela más de lo que oculta. No se trata de un disfraz sino de una investidura. En los foros de la Grecia clásica, las caretas eliminaban toda ambigüedad: la de la Comedia sonreía y la de la Tragedia lloraba.

En el carnaval de Venecia la gente no asume los antifaces de Arlequino o Colombina para fingir, sino para expresar lo que no se atreven a decir de otra manera. “Denle una máscara a un hombre y dirá la verdad”, escribió el incontrovertible Oscar Wilde. La máscara no es un ocultamiento, sino un atributo de identidad, según sabemos por El Santo, Superbarrio o el subcomandante Marcos (ahora Galeano). De manera elocuente, en Batman regresa El Pingüino le dice al Vigilante de la Noche: “Me encanta la franqueza de un hombre enmascarado”.

Las máscaras del teatro clásico expresaron personalidades de modo tan genuino que la gente aceptó ser definida como “persona”.

Todo esto para celebrar que los actores hayan vuelto a escena. Para ensayar, recuperan su antigua condición enmascarada y llevan cubrebocas. Resulta difícil trabajar en esas condiciones, escuchando voces asordinadas, sin ver los gestos de los compañeros. Para colmo, un contagio en el elenco suspende ensayos y funciones. Y una vez que se estrena hay que enfrentar a un público embozado, cuyas reacciones no se advierten. ¿Sonríen, disfrutan, se aburren? Imposible saberlo.

Pese a tantos impedimentos, el teatro, inspiración de la persona, ha vuelto a levantar el telón. El placer de estar ahí después de meses de aislamiento es tan grande que en ocasiones el público aplaude al oír la tercera llamada. Ahora eso no significa que la función comienza, sino que la vida regresa.

 

ÁTICO

Pese a impedimentos y ante un público embozado, los actores han vuelto a escena. Lo presencial adquiere renovado frenesí.

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