El polígrafo Adolfo Castañón acaba de cumplir setenta años y nuestro periódico lo consignó en primera plana. No es común que en un país en llamas se celebre a una persona dedicada a las tareas minoritarias de leer y escribir. Es una espléndida noticia que Reforma dé esa noticia.
Conocí a Castañón en 1976. Desde entonces ejercía la fecunda contradicción de parecer al margen no sólo de su edad sino de la época. A los 24 años lo había leído todo. La prueba más contundente de su erudición era que incluso conocía los cuentos que publiqué en la antología Zepelín compartido y que reseñó en la revista Siempre. Fue la primera vez que alguien se ocupó de mi trabajo, es decir, que certificó mi existencia.
Los entomólogos logran que su nombre se asocie con la especie que descubren; si esto se aplicara a la crítica literaria numerosos autores nacionales pertenecerían a la rama Castañonsis, según comprueba el Arbitrario de literatura mexicana.
Me encontré por primera vez con él en la cafetería donde tomaba un exprés doble antes de regresar a los manuscritos que dictaminaba en el Fondo de Cultura Económica. Los cuatros años y los miles de libros que nos separaban lo autorizaban a tratarme con el paternalismo del experto que adiestra al principiante; sin embargo, con bibliográfica cordialidad, dio por sentado que yo conocía los libros que citaba. Habló tanto que se le enfrió el café, vio el reloj, bebió de un trago su exprés y me dejó convertido en el más ignorante de los escritores nacionales.
Durante eras, la especie humana consideró que ser joven era una humillación. En la primera mitad del siglo XX hasta los revoltosos vestían de traje. El surrealismo llamó a suprimir el papel censor de la conciencia pero no se quitó la corbata. En los años sesenta los jóvenes pasaron de categoría biológica a categoría cultural. Ya no bastaba tener veinte años: había que parecerlo. En ese contexto, Castañón ejercía el desconcierto cronológico de quien domina por igual novedades y atavismos. Con Marie, su esposa, hablaba en un francés que yo juzgaba dialectal, por no entenderlo, y con la misma soltura vertía al español textos merovingios. De manera lógica, su conocimiento de otras lenguas lo llevó a traducir una monumental obra sobre la traducción: Después de Babel, de George Steiner.
Una arraigada superstición sugiere que quienes leen mucho son tranquilos y casi siempre aburridos. Eso no se aplicaba a Castañón. A los 24 años era un consumado letraherido, pero también un amigo temperamental, que se mordía atrozmente los dedos, fustigaba con enjundia a ciertos autores en el suplemento dirigido por Carlos Monsiváis, reía a destiempo de sus propios chistes, acompasando las carcajadas con los hombros, y preparaba guisos con recetas medievales que colindaban con la brujería.
Con los años, su inteligencia hiperalerta asumió un tono más sosegado, pero no menos profundo, gracias a las enseñanzas de Rudolf Steiner y otros filósofos que lo acercaron a la sacralidad de la vida diaria. Al encontrar su equilibrio vital, también encontró un referente en la cultura mexicana: Alfonso Reyes, a quien ha dedicado obras luminosas.
Como Reyes, Castañón juzga que no hay tarea intelectual pequeña. Eliminar una errata, escribir una solapa, colocar una nota de pie de página es parte esencial del oficio literario. De esas minucias están hechas las torrenciales Obras completas del maestro regiomontano y las crecientes obras de Castañón.
El mundo es para el autor de Cheque y carnaval un lenguaje en permanente conjugación. Coincidimos en Venezuela, y cuando supo que una cerveza se llamaba Polar, dijo: “Esta bebida no se exporta, se extrapola”.
Uno de sus títulos puede ser visto como su carta de creencia: La batalla perdurable. Ese libro comienza así: “Leo un texto que alguien ha escrito para mí. No es diferente a los demás. Todos, en cierto modo, han sido escritos para mí. Esa voz tiene un libro entre las manos; ese libro soy yo”. La identidad de vida y lectura define a Castañón.
En la cultura alemana, los 70 años son celebrados con una Festschrift, publicación que celebra una inteligencia cumplida. Llegar a ese momento no depende del calendario sino del mérito. Por eso el gran cronista brasileño Nelson Rodrigues pudo elogiar a un amigo como un “septuagenario nato”. Adolfo Castañón ha vivido, minuto a minuto, para merecer esa edad.