La presencia de los militares en las calles y en diferentes instituciones como las aduanas, aeropuertos y obras públicas es parte de la vida cotidiana. Antes no tratábamos con un marino aduanal en un aeropuerto; tampoco con un jefe de compras con rango de capitán o coronel en las obras públicas. Menos veíamos vehículos artillados entrar a zonas residenciales al cuidado y protección de mandos superiores. 

La buena noticia es que los elementos de la Guardia Nacional en puestos administrativos de vigilancia son, en su gran mayoría, educados, eficientes y honestos. Imponen respeto y no hay quejas de su desempeño. 

El contraste llega cuando los informes sobre el caso Ayotzinapa reflejan que hay otro mundo militar que no responde a las leyes civiles y abusa de su poder para proteger a criminales. El Estado ocultó la verdad de los hechos que presenciaron, autorizaron y hasta escondieron los mandos militares en Guerrero. Lo hizo la administración de Enrique Peña Nieto y ahora tardaron 4 años en hacer denuncias y detenciones de militares presuntos responsables de homicidios y colusión con los cárteles de ese estado. 

Nos damos cuenta que resulta imposible convertirlos o creer que son seres impolutos e insobornables como los pintan desde la mañanera. La condición humana individual es reflejo del momento que se vive. La frase conocida: “Son pecados del tiempo y no de las personas” podemos ejemplificarla con lo que sucedía y sucede en las zonas donde el verdadero mando lo tienen los cárteles de la droga. El territorio donde hay un “Estado fallido”. 

Recordemos que el zar antidrogas de la administración de Ernesto Zedillo, José de Jesús Gutiérrez Rebollo trabajaba para el “Señor de los Cielos”, Amado Carrillo. Para Zedillo fue uno de los tragos más amargos. Una traición al Ejército y a la confianza del entonces presidente. 

La traslación de todo el poder de la seguridad pública a los mandos militares tiene dos consecuencias graves para nuestro país y tiempo: la discriminación del servicio civil al considerarlo impotente de enfrentar el reto del más alto nivel de criminalidad de nuestra historia reciente y la tentación del Ejército de absorber cada día más el poder civil político que no les corresponde. 

Durante años la experiencia y disciplina de muchos generales sirvió para auxiliar a corporaciones policiacas con buenos resultados. No hubo ni hay gobernador o alcalde que no contemple en algún momento contratar a un militar experimentado para organizar a sus  cuerpos policiacos. Siempre bajo el mando civil. Nunca un general, que recuerde, quiso darle golpe de mando a un gobernador civil. 

El problema con la Guardia Nacional, la Marina y el Ejército es que pueden pasearse todo el día por las calles de la ciudades de Guanajuato, e inspirar respeto, miedo o asombro sus columnas de vehículos artillados, pero hasta hoy no han funcionado. En parte porque su educación y formación nunca fue la de policías preventivos o investigadores judiciales. El otro asunto es que como guardianes del orden tienen el problema que llamamos del “cohetero”. Si no usan la violencia para reprimir a los criminales que los insultan en su cara, quedan mal; si se defienden o contestan las agresiones con balazos (y no abrazos) los califican de represores. 

Nunca nos imaginamos que una turba violenta pudiera poner en jaque en varias ocasiones a miembros del Ejército Nacional como sucedió en el Campo Militar Número Uno. El más simbólico del país. Los gobernantes, desde Felipe Calderón, hasta el actual, pusieron las cosas al revés. Costará años revertirlo. 

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