Hace 100 años nació Luis Villoro, un pensador crónico que buscó reconciliarse con una capa olvidada del país: sus pueblos originarios.”
Barcelona, 3 de noviembre de 1922: las temperaturas son bajas y la tos se ha vuelto temible. Cuatro años antes, la Universidad fue cerrada por una epidemia de gripe. Un niño nace en un entorno que aprecia las bufandas. La familia vive en Consejo de Ciento, calle que rinde tributo al autogobierno catalán creado en el siglo XIII. Algo de ese espíritu se impregna en el niño que abre los ojos mientras los demás contienen el estornudo.
Luis es el tercer hijo de Miguel y María Luisa. El padre viene de un pequeño pueblo de Aragón y la madre de una hacienda mezcalera de San Luis Potosí. Poco después, la familia se muda a Plaza de la Universidad. Los primeros recuerdos de Luis son los de una fachada al otro lado de la calle, sitio premonitorio: la casa de los estudios.
En 1922 la literatura da sorpresas esenciales: James Joyce publica Ulises, T. S. Eliot La tierra baldía y César Vallejo Trilce. En México, los estridentistas descubren que los tranvías son poéticos; José Vasconcelos promueve el muralismo y dirige la Secretaría de Educación como quien emprende una cruzada. El año es propicio para la creatividad, pero Luis lo ignora, como ignora que uno de sus mejores amigos, Pablo González Casanova, nació en febrero de ese año. Todo, absolutamente todo, está por suceder.
El padre morirá pronto de una mala operación, la madre decidirá volver a México y los niños serán enviados a Bélgica a estudiar en internados de jesuitas hasta que la Segunda Guerra Mundial los lleve a México. Las turbulencias de la Historia le concederán una nueva patria al niño barcelonés que creció en asilamiento y encontró compañía en los libros.
Adelantemos el reloj para llegar al descubrimiento de una vocación. Luis decide estudiar Biología en busca del origen de la vida; tiempo después descubre que ese llamado es equívoco: más que el origen, le interesa el sentido de la vida, y cambia la Biología por la Filosofía.
Las injusticias y la desigualdad de México le resultaron tan intolerables como los privilegios de su familia. ¿Cómo superar ese desconcierto? El joven filósofo buscó reconciliarse con una capa olvidada del país, los pueblos del origen. Para lograrlo, necesitó de una mediación, gente parecida a él: estudió a los primeros antropólogos del nuevo mundo que procuraron entender culturas radicalmente distintas. El resultado fue Los grandes momentos del indigenismo en México. El libro entrañaba una profecía. A partir de 1994, con el levantamiento zapatista, el seguidor de Clavijero, Sahagún y Las Casas entraría, también él, en diálogo directo con los pueblos originarios.
Un largo camino lo llevó a esa meta. Había militado en las juventudes del Partido Popular, bajo la guía de Lombardo Toledano; formó parte de la Coalición de Maestros en el movimiento estudiantil del 68; se unió a Heberto Castillo y Demetrio Vallejo para crear el Partido Mexicano de los Trabajadores. En forma paralela, escribió de teoría del conocimiento, tradujo a Husserl, editó la revista Crítica, dictó miles de conferencias (si se iba la luz, decía en plena oscuridad: “las palabras y las ideas son luminosas en sí mismas”) y reflexionó sobre las diversas formas de la dominación ideológica. “El lenguaje se corrompe al convertirse en instrumento de dominio”, escribió en 1973 para criticar la retórica falsamente progresista del PRI; cinco años más tarde, en su discurso de ingreso al Colegio Nacional, previno contra los abusos de su propia profesión, señalando que también la Filosofía puede convertirse en discurso hegemónico.
En París conoció al escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, hombre tan delgado que parecía siempre de perfil y que le regaló un libro con la discreción de quien pide una disculpa: Prosas apátridas. Ahí, el autor concibe la vida como “algo exterior a los seres, algo que los preexiste”. Un organismo es el receptáculo transitorio de algo que lo trasciende: “La vida está en los seres, pero los seres no son la vida”.
Ese incesante fluir encarnó durante 91 años en un pensador crónico que no repudió placeres provisionales (los partidos de los Pumas, el rostro de Marlene Dietrich, un caballito de tequila, la canción romántica francesa).
Luis Villoro soñó con una sociedad donde “la represión y la violencia fueran sustituidas por el gozo y la libertad”.
Sus cenizas reposan en el caracol zapatista de Oventik, bajo la sombra de un liquidámbar, en espera de ese porvenir.