Los mensajes llegan por WhatsApp sobre asaltos nocturnos en colonias del norte de la ciudad; en el centro de León y en la periferia. Hombres armados brincan bardas perimetrales. Visten camisetas, chalecos, pasamontañas y gorras. Usan armas cortas.
Las denuncias no llegan al Ministerio Público por temor, porque “no tiene sentido” porque incluso algunos denunciantes están arrepentidos de hacerlo. Todos nos enteramos quiénes son las víctimas y hasta los mínimos detalles de lo que les pasó en la desgracia.
Los medios guardan silencio porque no pueden ni deben convertir a las personas en víctimas de nuevo, porque creen que el silencio y el anonimato es la primera línea de defensa. Sobre todo en un clima donde la constante es la impunidad, el estado de indefensión.
Nos ha pasado a muchos a lo largo de los últimos años. Familiares asaltados, agredidos, amenazados y golpeados, sin importar la edad o su estado de salud. (Me tocó ayudar a mi padre a levantarse después de que lo asaltaron, golpearon, tiraron y lo dejaron esposado a pesar de tener 87 años, en 2017; el delito quedó impune aunque sabíamos que la autoridad tenía conocimiento de quiénes eran los delincuentes). 
Las víctimas que denuncian siempre tienen miedo por la incertidumbre. Qué pasa si la policía está metida y nos vuelven a agredir, qué pasa si los investigadores sólo le hacen al cuento y nos fastidian durante meses con las mismas preguntas, con las mismas nimiedades, como le pasó a tal amiga o a otro cercano. 
A muchos les llega la paranoia. ¿Qué tal si el jardinero o el chofer o el ayudante o el vigilante de la caseta son cómplices? Pasarán meses o hasta años para que la ansiedad y la incertidumbre cedan.
“Es que la policía está metida, si no, cómo se explica que bandas de extranjeros actúen en nuestra ciudad con total impunidad durante años”, dice un escéptico. “Después de un año, los niños todavía no pueden dormir porque no olvidan la cara amenazante del ladrón, porque gritaba y profería palabras soeces frente a todos con amenazas terribles”, nos relatan.
“A mi hermana le vaciaron su casa, se llevaron todo”, recuerda un vecino. Qué decir del asalto a mano armada a uno de los distribuidores que iba a depositar la venta del fin de semana, y a sólo unos pasos del banco, relata un comerciante.
Son circunstancias distintas a las de nuestras ciudades de la infancia y la adolescencia cuando el terror era desconocido.
Mientras hay reuniones de espantados colonos en busca de la tranquilidad perdida, no debemos olvidar la responsabilidad de la autoridad ausente.
En la raíz del terror está la impotencia y la incapacidad de quienes nos representan en el (los) ayuntamiento(s), ajenos a los temas sustantivos de gobernar.
León y Guanajuato viven el peor tiempo de su historia en seguridad pública. Los ciudadanos debemos hacer todo lo posible para generar redes de protección mutua. Unidos podemos todo. Pero también debemos impedir la normalización de la criminalidad y la violencia.
Los asaltos y violaciones de la vida privada son graves, pero nada se compara con la muerte violenta de miles de hombres y mujeres, jóvenes y niños inocentes.
Es tiempo de participar, como lo dice en un comunicado una de las víctimas recientes del hampa, consternado por la dramática vivencia de su familia. (Continuará)

 

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