Por: Armando Fuentes

“¿Qué quieren que haga? Así me hizo Dios”. Con esas palabras, dichas en tono suplicante, respondía Robertito Guajardo, el homosexual más notorio de mi ciudad, a los que en la calle le gritaban “¡Joto!”. Hablo de los mediados del pasado siglo, pero no han desaparecido en éste la discriminación y hostilidad de que son víctimas las personas de preferencias sexuales diferentes. Me alegró por eso que el buen Papa Francisco haya manifestado que el homosexualismo no es un delito, pues todavía hay países que, principalmente por motivos de religión, consideran crimen las relaciones amorosas entre personas del mismo sexo. Me entristeció, no obstante, que el Pontífice, a pesar de las muestras de comprensión que ha tenido hacia los gays (“¿Quién soy yo para juzgar?”), siga manteniendo la doctrina de la Iglesia en el sentido de que la homosexualidad es un pecado. ¿Comete pecado quien sigue los dictados de su naturaleza? Siempre que escribo acerca de esto recibo mensajes de quienes aseguran que todos los homosexuales lo son por elección -“por degeneración”, escriben los más radicales-, pues -dicen- no está demostrado que haya un gen por el cual un homosexual lo sea de nacimiento. Sin embargo, he conocido niños que desde muy pequeños mostraban características femeninas en su habla, sus movimientos y sus juegos, e igual, aunque menos evidente, en el caso del lesbianismo. No dudo que haya homosexuales por elección, en uso de su libertad, pero pienso que la inmensa mayoría lo son por su condición, o sea por su naturaleza. Podrían decir lo mismo que Robertito: “Así me hizo Dios”. En todos los casos las personas homosexuales son merecedoras de respeto y de igualdad antes las leyes no sólo civiles, sino también religiosas, sobre todo si estas últimas deben inspirarse, como es el caso del catolicismo, en la doctrina de amor que predicó Jesús. Ni delito ni pecado hay en las relaciones homosexuales, que han de ser vistas con igual mirada que las heterosexuales. Todo lo que se haga sin tener en cuenta esa igualdad es discriminación, vale decir injusticia e intolerancia en el terreno de lo civil, y falta de caridad y amor en el ámbito de lo religioso. Que la ternura que para todos pidió el Papa tome aquí la forma de la comprensión. Los cantineros suelen ser gente discreta que respeta la privacidad de sus parroquianos. Éste no pudo resistir la tentación de dirigirse al hombre que bebía en la barra, solitario, y que derramaba lágrimas copiosas, juntas las manos sobre el mostrador, la cabeza caída sobre el pecho. “¿Qué le sucede, amigo? -le preguntó solícito-. ¿Se quedó sin trabajo?”. El individuo movió la cabeza como si dijera: “Eso no es nada”. “¿Lo abandonó su esposa?”. De nueva cuenta el tipo dio a entender con otro movimiento de cabeza que tampoco eso tenía importancia en comparación con lo que le pasaba. “Ah, ya sé -dijo entonces el tabernero-. Jugó usted póquer, y perdió”. El bebedor movió la cabeza en gesto afirmativo. “¿Cuánto perdió? -quiso saber el cantinero-¿Mil pesos?”. El bebedor hizo con la cabeza un gesto que quería decir: “Eso es poco”. “¿10 mil pesos?”. Otro gesto igual. “¿100 mil pesos?”. El mismo gesto, que el de la cantina interpretó como “Mucho más”. Preguntó entonces: “No me diga que perdió un millón de pesos” El otro dijo que sí con la cabeza. “¡Uta! -exclamó consternado el tabernero-. Si yo perdiera un millón de pesos en el póquer mi mujer me cortaría los testículos”. El hombre lanzó un gemido desgarrador, separó las manos y señaló con el índice lo que había mantenido bajo ellas. Vio aquello el cantinero y entendió la infinita aflicción del desdichado. FIN.

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