Los escritores de nuestro siglo XIX se habrían dedicado de tiempo completo a concebir novelas y poemas de no ser porque tuvieron que ocuparse de una labor más apremiante: inventar el país.
México fue prefigurado en la escritura. José Emilio Pacheco recuerda que, con El Periquillo Sarniento, José Joaquín Fernández de Lizardi rompe con la literatura colonial y funda la novela mexicana cinco años antes de que el país exista oficialmente.
Por su parte, Guillermo Prieto nace un par de años antes de la consumación de la Independencia y se dedica a retratar y construir la nación de la que es riguroso contemporáneo (Vicente Quirarte encontró una inmejorable frase para esta tarea: “La patria como oficio”).
Una y otra vez, los escritores del XIX tuvieron que abandonar el escritorio para asumir tareas políticas de emergencia. Un muestrario de sus hazañas: las tropas de Maximiliano se rindieron ante Vicente Riva Palacio, Guillermo Prieto salvó la vida al presidente Juárez e Ignacio Ramírez fue decisivo para la creación del Estado laico. Publicar era entonces algo que se hacía cuando no se estaba en la cárcel, el campo de batalla, buscando dinero para imprimir un periódico o promulgando leyes en el Congreso.
Entre tantos levantamientos, batallas y litigios sorprende que los autores liberales hayan sido tan prolíficos (las obras completas de Prieto suman 39 volúmenes).
En aquel país primerizo e improvisado, la naciente literatura corría el riesgo de no ser ponderada. Esa labor recayó en Ignacio Manuel Altamirano, autor de origen indígena que fundó el periódico El Renacimiento y la Escuela Normal, y escribió la historia de las revistas literarias mexicanas de 1821 a 1867, donde registró textos que podían caer en el olvido y que definieron el México independiente. También él participó en las guerras de Reforma y acompañó a Riva Palacio en el triunfo sobre los franceses. Diputado por Chilapa, promovió el nacionalismo y el Estado laico. Autor de libros de relatos como La Navidad en las montañas y de la novela Clemencia, entendió la literatura como una pedagogía que combate la discriminación social y racial. Durante décadas, registró una vida cultural que se desarrollaba en un clima que parecía conspirar contra ella: “Amo la literatura y veo que la miseria la hace imposible”, anota con melancolía en su Diario; acto seguido, recopila sin descanso textos ajenos y escribe los propios. Después de la intervención francesa, rechazó el grado de general y con sus sueldos atrasados fundó el periódico El Correo de México.
La prensa fue un espacio decisivo para diseñar el país. La libertad de pensamiento se defendió con tipografía. Fernández de Lizardi creó El Pensador Mexicano, Ignacio Ramírez renovó el periodismo con el seudónimo de El Nigromante y Riva Palacio concibió El Ahuizote, que sería foro privilegiado de uno de los principales géneros de nuestra cultura popular: la caricatura política.
No es casual, pues, que una de las principales escenas en la vida de Ignacio Manuel Altamirano refleje la relación que tuvo con el poder en su condición de periodista.
El creador de El Renacimiento apoyó a Juárez contra el ejército invasor, pero criticó muchas de sus medidas como Presidente. Esto dio lugar a tensiones, pero también a un encuentro que los enaltece a ambos y que José Emilio Pacheco recuperó en su columna Inventario del 18 de noviembre de 1984. Esto fue lo que pasó: Un representante del gobierno boliviano coincidió con el escritor y el político en una cena oficial, y el presidente Juárez presentó a Altamirano como un inteligente periodista opositor. Pacheco escribe al respecto: “Altamirano, sin inmutarse, contesta que apoyó a Juárez como jefe de la resistencia nacional y volvería a hacerlo, pero que lo combate en la política interna. Juárez habla de su respeto y reconocimiento a sus críticos, abraza cordialmente a Altamirano y ambos brindan con el diplomático”.
¿Hace cuánto que no ocurre una escena de ese tipo? Los escritores y políticos liberales concibieron un país que celebraba la discrepancia. El más radical de ellos, Ignacio Ramírez, llegó a decir: “El mexicano es libre, y todos los hombres pueden ser mexicanos”.
La prensa liberal asumió ese ideario y Juárez la respaldó, convencido de que la democracia se fortalece con la crítica.