En 1958, Carlos Payán entró al Partido Comunista Mexicano, que entonces no tenía registro, convencido de que la esperanza nunca es ilegal. Ese momento le parecía el mayor rito de paso de su vida. Ajeno al dogmatismo, encontró un modo muy personal de hacer política. No he conocido a un militante más abierto al diálogo que el comunista Carlos Payán.

Después de colaborar con El Machete, órgano del PCM, en 1977 fue llamado por Manuel Becerra Acosta para contribuir a la creación del unomásuno. Ahí, Payán reveló un excepcional talento para articular proyectos colectivos y mitigar las vanidades y las intrigas que acompañan a toda redacción digna de su nombre.

Gran conocedor de la literatura, escribía poemas en la intimidad, pero prefería que fueran otros los que publicaran. En el plano político, buscó a columnistas que aportaran ideas diferentes a las suyas. Como ha recordado Luis Hernández Navarro, no es casual que en su despacho de La Jornada colocara un retrato de Enrico Berlinguer, promotor del eurocomunismo que invitó a “liberarse con audacia e inteligencia de la aplicación escolástica de la doctrina comunista entendida como un dogma”. Para el líder del PCI, las transformaciones democráticas de Italia fueron posibles “por la estima que se tenían los adversarios”. La frase se aplica sin pérdida a Carlos Payán.

Enamorado del centro de la ciudad, conocía la historia de cada edificio y el menú de cada restaurante. En el Lincoln, disponía de un apartado que se prestaba para la conspiración, pero que él aprovechaba para convidar a personas que desconfiaban unas de otras en el aperitivo y se despedían con un abrazo después del postre.

Fue senador por el PRD y participó en las negociaciones de la Cocopa en Chiapas. También ahí mostró un talante conciliador. En una ocasión discutió en forma acre con el subcomandante Marcos; sin embargo, al final del encuentro, no sólo dio la razón al zapatista sino que le rindió su arma (la pequeña navaja que llevaba en el llavero).

A principios de 1995 coincidimos en una cena en casa de Celia Chávez y ella ofreció un licor que yo desconocía: marc de champagne. “Cuando te ofrezcan esto, tómalo”, aconsejó Payán. Le hice caso y con el aguardiente llegó otro asombro: me propuso dirigir La Jornada Semanal.

Fue un jefe impecable, que sólo intervenía en el suplemento para elogiar algún texto. Cuando dedicamos la portada a Montaigne, comentó con entusiasmo: “Las noticias de la cultura vienen de cualquier época”.

Su carisma era tan fuerte que le permitía resolver problemas con su sola presencia. Varias veces llegué a su oficina con un pendiente y recibí idéntica respuesta: “Los pendientes son para las orejas”. Mientras yo planteaba mis predicamentos, él se acariciaba el bigote; luego desviaba la conversación a algo que le interesaba. Al cabo de una hora, yo salía feliz de su despacho. Ya en el pasillo, me preguntaba: “¿Por qué estoy contento si no logré nada?”. El jefe me había toreado.

Cuando publicamos nuestro primer número celebramos su aparición en la rotativa. Los talleres eran presididos por un canónico altar a la Virgen de Guadalupe y una foto del director con suéter negro de cuello de tortuga y una mano sobre el corazón. Con un afecto no desprovisto de idolatría, brindamos ante su efigie.

En compañía de Epigmenio Ibarra, Payán extendió sus actividades a la televisión con la productora Argos. La destreza con que creó equipos en La Jornada lo llevó a transformar la telenovela con Nada personal e incluso la canción romántica con el tema compuesto por Armando Manzanero.

Volvimos a coincidir en la Fundación Luis Cardoza y Aragón cuando, a instancias de Vicente Rojo, sustituí a Arnoldo Martínez Verdugo. Una vez más lo vi mediar entre Pablo González Casanova y Gabriel García Márquez para sacar adelante iniciativas que parecían imposibles.

En La Jornada se reservó un diminuto rincón que agrandó con su ingenio: la Rayuela. El nombre aludía a la novela de Cortázar, pero también al juego popular mexicano de ejercer la puntería con una moneda.

Cuando nos encontrábamos, yo le decía “jefe”. Sabía que la palabra le parecía excesiva, pero me daba orgullo pronunciarla.

Carlos Payán murió a los 94 años en un país polarizado. El deterioro de la conversación pública realza las contribuciones de quien vivió para establecer alianzas y despertar la estima de los adversarios.

 

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