Por: Armando Fuentes

La tragedia de Ciudad Juárez ha sido noticia internacional. El Papa Francisco oró por las víctimas del incendio y por sus familias. Sin embargo, entre nosotros no ha merecido mucha atención la desdichada muerte de esas decenas de infelices cuya vida terminó en forma tan dramática. De alguna forma la insensibilidad oficial explica tal indiferencia ante un suceso que en otros países habría sido motivo de luto nacional. Ni el Presidente de la República, ni el secretario de Gobernación, ni el de Relaciones Exteriores, funcionarios estos dos últimos a quienes corresponde la atención de los asuntos migratorios, se hicieron presentes en la ciudad donde ocurrió el doloroso acontecimiento para honrar a los muertos, confortar a los heridos y dar alguna muestra de pesar por lo que sucedió. López Obrador, luego de haber insinuado que la responsabilidad del siniestro fue de las propias víctimas, ha denostado a los medios de comunicación que informaron sobre lo acontecido, y los tachó de amarillistas. Adán Augusto López viajó a Veracruz, y se le vio feliz y contento en compañía de quienes en ese estado apoyan su aspiración presidencial. Arrojó la culpa a Ebrard, quien le devolvió la imputación, tras de lo cual salió de escena. Si algún elemento de ligereza pudiera caber aquí habría que traer a la memoria la frase infantil: “Yo no fui, fue Teté”. El origen remoto de lo sucedido está en la política migratoria dictada por el caudillo de la 4T, quien se dobló ante Trump, expresión usada por ese patán al referirse al mandatario mexicano. Con obsecuente sumisión aceptó AMLO hacerle el trabajo sucio al entonces ocupante de la Casa Blanca a fin de detener la ola de migrantes ansiosos de cruzar la frontera y entrar a Estados Unidos. El Instituto Nacional de Migración se convirtió entonces en el muro de Trump, y las fuerzas armadas fueron una especie de rangers mexicanos dedicados frenar desde la frontera sur a quienes ingresaban a México para desde aquí llegar a la nación del norte. Las llamadas “estaciones” del INM no son eso. Menos aún pueden llamarse albergues, y ni siquiera centros de detención. Son, según dichos de los que han tenido la desgracia de caer en esos lugares, especie de cárceles donde se trata a los detenidos como a criminales y se les hace objeto de toda suerte de privaciones, con absoluto olvido de los derechos humanos y de la dignidad de las personas. En el caso de lo acontecido en Ciudad Juárez, quienes perecieron en el incendio estaban en una galera cuya puerta fue cerrada con candado. Imposibilitados de salir,  decenas de ellos murieron en el sitio. Sus cadáveres fueron sacados y puestos en el suelo sin ningún respeto o compasión. No es ocasión ésta para entrar en el terreno de la politiquería. Es pertinente, sí, hablar de la ya citada insensibilidad oficial mostrada ante el suceso. Tal se diría que los migrantes son vistos como seres de calidad inferior que no merecen consideración alguna y pueden ser tratados como esclavos o, peor aún, como animales. La tragedia de Juárez es resultado de esa inhumana concepción, que parecen compartir, siquiera sea por omisión, los encargados de atender las cuestiones migratorias. Los migrantes deben ser objeto de protección, no de persecución. No van en busca de aventuras; huyen de sus países porque en ellos sufren hambre, falta de libertad, y aún riesgo de muerte. Esperemos el obligado anuncio: se castigará a los culpables y se harán mejoras en las estaciones migratorias. Luego, como ha sucedido en casos similares -Tuxtla Gutiérrez, San Antonio-, se olvidarán las cosas y todo volverá a ser como antes. La naturaleza humana es a veces muy inhumana. FIN.

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