Por: Armando Fuentes

“Quiero que me haga la castración”. Eso le pidió al médico un individuo de aspecto estrafalario. El cirujano pensó que había oído mal. “¿Cómo dijo?” -preguntó. Repitió el tipo: “Quiero que me haga la castración”. Asombrado quedó el facultativo al escuchar aquella insólita demanda. Quiso saber si el hombre padecía alguna enfermedad que requiriera esa ablación. Él le aseguró que no: estaba perfectamente sano. Supuso entonces el galeno que el visitante tendría alguna orientación sexual, como en la película “La chica danesa”, que lo hiciera querer privarse de las partes que en los varones son objeto de particular estima, tanto que su nombre vulgar se usa para ponderar el alto valor de algo. Así se dice en expresión plebeya: “Me costó un huevo y la mitad del otro”. Luego se preguntó si el motivo de la sorprendente solicitud tendría origen religioso. Las religiones llevan a los hombres a incurrir en toda suerte de extravagancias y rarezas. Algunos se abstienen de trato de carne con mujer; otros se dejan crecer una especie de rizos o rulos que les cuelgan a ambos lados de la cara; éstos guardan silencio permanente; aquéllos salen en procesión cargando zarzas espinosas sobre los desnudos lomos, o se flagelan con látigos, y no faltan quienes meten los brazos en cajas o sacos llenos de sierpes venenosas, pues el Buen Libro promete a los creyentes que la ponzoña mortal de los reptiles a ellos no los dañará. En fin, la lista de extrañas prácticas religiosas es interminable. El médico de mi relato recordó a Orígenes, un teólogo cristiano del siglo III, considerado padre de la Iglesia y uno de sus más brillantes pensadores. Tenía defectos, claro -era abstemio, vegetariano y orador-, pero su vasta obra apologética pervive hasta nuestros días. Pues bien: según crónicas de la época alejandrina Orígenes se cortó él mismo los testes, dídimos o compañones para librarse de las tentaciones de lujuria. Qué necesidad. Se hubiera esperado algunos años; esas tentaciones desaparecen solas. Tras escuchar la peregrina petición de su paciente, de que le hiciera la castración, el cirujano consultó el caso con su conciencia. Ella, tras meter en un cajón el juramento hipocrático -“apartaré de mis pacientes todo daño o injusticia”-, dio su visto bueno a la citada intervención. Entonces el cirujano procedió a cortarle al sujeto los testículos. Al día siguiente de consumada la castración revisó al tipo y vio que no presentaba complicación alguna. Ninguna señal mostraba de infección; el proceso de cicatrización sería rápido y eficaz. Incluso el paciente había pedido ya a las enfermeras que le llevaran de comer. El médico había indicado dieta blanda los primeros días, pero él exigió un chile relleno, chicharrón en salsa verde o costillas de carnero asadas. Después de discutir con él un largo rato, el doctor autorizó que le dieran dos tacos de pollo, pero sin jardín -o sea sin lechuga, tomate ni cebolla-, y sobre todo sin picante. El hombre, aunque a regañadientes, aceptó el magro condumio, no sin citarle al médico un proloquio de su abuelo, quien nunca admitió restricciones en lo relativo a las comidas. Cuando le advertían que una mala alimentación le acortaría la vida solía replicar: “Más vale un año de chiles rellenos y no dos de atole blanco”. Arreglado el asunto, el médico se despidió de su paciente. Le dijo: “Jamás alguien me había pedido que le hiciera la castración. Si se la hice a usted fue sólo por su insistencia. Y ahora me retiro. Voy al quirófano a hacer una circuncisión”. Al oír eso exclamó el hombre, consternado: “¡Circuncisión! ¡Coño! ¡Esa era la palabreja!”. FIN. 

 

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