Hace 93 años nació mi padre Ernesto, justo en los años de la Depresión, época de vacas flacas por todo el mundo y especialmente en Norteamérica. Falleció a los 87. Todos en la familia creemos que no fue el corazón lo que falló, o al menos no en el sentido cardíaco. Se fue porque no pudo o no quiso vivir más tiempo sin mi madre Alicia.

Con esta entrada o alguna mejor, podría iniciar la memoria de una vida llena de realizaciones, entre ellas la de haber fundado este diario que pronto cumplirá 45 años de publicación. Pero el motivo de esta columna, aparte de recordar su natalicio, surge de una pequeña lectura, de un librito donde Orhan Pamuk, el premio Nobel de literatura, cuenta su historia.

“La maleta de mi padre”, se llama el recorrido de 97 páginas llenas de reflexiones sobre la vida, la experiencia de escribir, y la relación paterna. A Pamu, su padre, le entregó una maleta con papeles que debía mantener sin leer hasta su muerte.

Lo que mejor guardó fue el recuerdo del apoyo que le otorgó desde su adolescencia cuando decidió dedicarse a la literatura. En un país conservador y dividido por creencias y geografía, era complicado -como pudo serlo en México- brindar libertad a los hijos para que vivan su vocación.

Cuenta Pamuk que su padre era un hombre lector y preparado, donde la biblioteca de casa tenía unos mil 200 libros, donde había lo mejor de la literatura occidental y rusa. El padre tenía largas ausencias porque hacía algo en Alemania. Imagino ese vínculo que creció en la posguerra entre Turquía con sus miles de trabajadores emigrados, apoyo insustituible para el renacimiento germánico.

Orhan terminó su primera novela y no tuvo mejor lector para valorarla que su padre. Le entregó el escrito y esperó su opinión con el nerviosismo natural de quien espera la aprobación. Al verlo, el padre le dio un gran abrazo y le dijo que algún día lograría el Premio Nobel. A lo largo de su carrera se lo repetía una y otra vez, sin tener ninguna duda sobre ello.

Cuando Pamuk da sus palabras de agradecimiento a la Academia Sueca en 2006, narra esa relación de libertad y apoyo para escribir sus novelas. Al final de su discurso lo único que lamentaba era que su padre hubiera fallecido antes y no pudiera acompañarlo en la ceremonia pronosticada con tres décadas de anticipación.

La maleta pudo ser real o pudo ser una metáfora. Da igual. Lo cierto es que sobre Pamuk obró con toda su fuerza el efecto Pigmalión, aquel de darle vida a un sueño literario.

Todos llevamos una maleta de influencias familiares, buenas, malas, memorables y otras que quisiéramos olvidar. La maleta que llevamos, heredada de madre y padre o predominantemente de alguno de los dos, sólo se puede abrir después en el tiempo de la orfandad, porque todos somos huérfanos si no fallecemos antes que nuestros padres, porque en su ausencia recuperamos conciencia plena de lo que perdimos.

En estos días serenos, lejos del mundanal ruido, surgen preguntas sin respuesta: “¿Cómo fue que el padre de Pamuk tuvo la certeza de lo que aseguraba a su hijo?, ¿cómo es que nuestros ancestros hicieron tanto para forjar las generaciones de hoy? Sólo recuperando la memoria en palabras escritas lo podemos descubrir. Hay que hacerlo. 

 

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