Por: Armando Fuentes.

Llegó el partido final en el campeonato de futbol americano de los animales. Se disputarían el Super Tazón el equipo de los Animales Grandes contra el de los Animales Pequeños. A un minuto de terminar el juego los Pequeños iban ganando por tres puntos, pero los Grandes lograron acercarse a una yarda de las diagonales. Seguramente anotarían, pues toda la línea defensiva (la hormiga, la araña, la termita, el escarabajo) estaba ya agotada. Entonces el coach de los Pequeños vio a un jugador defensivo al que jamás había mirado ni en la banca. Era el ciempiés. Desesperado lo llamó. El quarter back de los Grandes le pasa el balón al elefante. ¡Zas! El ciempiés lo taclea. En segunda oportunidad se lo pasa al rinoceronte. ¡Pac! El ciempiés lo tumba. En tercera se lo pasa al búfalo. ¡Cuaz! Lo derriba el ciempiés. En cuarta y última oportunidad entrega la pelota al rinoceronte. ¡Wham! El ciempiés lo taclea también. Ganan los Pequeños. Y dice el coach al ciempiés: “¡Caray, eres fantástico! ¿Por qué no te vi en toda la temporada?”. Responde el ciempiés: “Me estaba poniendo los zapatos”… Doña Uglicia, mujer poco favorecida por la naturaleza, fue a una exposición de pintura. Frente a un marco le dice con acritud al dueño de la galería: “Y supongo, joven, que a este adefesio lo llaman ustedes ‘arte moderno'”. Responde el muchacho: “No, señora. Lo llamamos ‘espejo'”… En las opacidades interiores que me causan estos días, antes llamados “santos”, medito en el cambio de los tiempos. Desde luego una de las tareas que al tiempo corresponde es la de cambiar, pero en esto de los días cuaresmales el cambio ha sido tal que ya no me reconozco en ellos, o ya no los reconozco a ellos en mí. Soy del tiempo en que estos días estaban transidos de religión. En las casas los espejos eran cubiertos con paños morados para que la vanidad de las cosas mundanales no empañara el luto de las almas. Los cines anunciaban sólo películas de fe: “El mártir del Calvario”, “Misión blanca”, y ni siquiera así el público asistía. Yo, locutor en ciernes de la radio, me hacía cargo de las trasmisiones del jueves y viernes en la emisora de mi natal Saltillo, porque -según la equivocada fama pública- sabía de música clásica, y otra no se podía oír. Fiel a mi encomienda, llenaba las horas de esos días santos con el escaso repertorio clásico que la estación tenía en discos de 78 revoluciones por minuto, y no era raro que a las 3 de la tarde del viernes de Pasión sonaran las notas -clásicas, después de todo- del frenético can-can de “Orfeo en los Infiernos”. Hoy, como siempre, podríamos decir aquello de “estos empecatados tiempos”, frase que a todos los tiempos se ha aplicado. En algunas ciudades las costumbres son tales que San Francisco, por ejemplo, debería llamarse “Francisco” nada más. Pero, en fin, estos vagos sentimientos tienen más de reaccionarios que de nostálgicos, y más que ser memoria son escoria de crisoles apagados. “Si no los puedes derrotar únete a ellos”. Por mi parte ni ansío derrotar a estos empecatados tiempos nuestros ni me uno a ellos por la simple razón de que no me da la gana. Entonces voyme a mi retiro del Potrero de Ábrego. Aquí todos los días son santos, no nada más los días santos… Se trataba de clavar unos postes. Al final del día la cuadrilla de Babalucas y sus familiares pusieron tres. “¿Tres nada más? -se asombra el ingeniero-. ¡Los de la otra cuadrilla clavaron treinta!”. “Sí, -responde Babalucas-. Pero los dejaron todos salidos”… FIN.

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