Casi una quinta parte de los hispanohablantes somos mexicanos. Es mucho lo que este lado del mar ha aportado al idioma. La reciente aparición del Diccionario de mexicanismos debería ser noticia de primera plana. No se trata de una obra para especialistas, sino de un divertido y apasionante espejo del idioma que debería formar parte de todos los hogares, pues compite en utilidad con el molcajete.

Durante once años, Concepción Company Company coordinó a un amplio equipo de lexicógrafos, académicos de la lengua y biólogos para registrar las muy diversas maneras que tenemos de comunicarnos. El Diccionario se presentó en marzo en el Congreso de la Lengua, celebrado en Cádiz. Ahí, Gonzalo Celorio, director de la Academia Mexicana de la Lengua, explicó que este empeño no tiene un sentido prescriptivo: el Diccionario no indica cómo se debe hablar, sino cómo se habla. Estamos ante un triunfo del oído.

Cuando María Moliner emprendió en la soledad de su departamento madrileño su célebre Diccionario de uso, no atendió a la lengua “autorizada” por la Academia, sino a la de sus vecinos. Así, su definición de palabras difíciles de pronunciar durante el franquismo, como “dictadura” o “libertad”, dependió del sentir popular, mucho más preciso que el de la Real Academia, normado por la ideología.

Con el mismo ánimo, el Diccionario de mexicanismos no reconoce otro tribunal del idioma que la gente. En la presentación en Cádiz, Concepción Company explicó una de las decisiones centrales del proyecto: ¿cómo abordar los muchos refranes y las frases hechas que definen un idioma? La solución consistió en otorgar relevancia a los “verbos ligeros”, que sirven de apoyo para lo que viene después. Quien se asome a la voz “dar” visitará una ruidosa plaza pública. Ahí habla un país que da atole con el dedo o da… baje, batería, calambres, calor, carrilla, charolazo, chicharrón, color, cran, el albazo, el ancho, el azotón, el gatazo, el marranazo, hasta llegar, con alfabética justicia, al momento de dar vuelo a la hilacha, frase que explica cómo se creó este lúdico diccionario.

Las definiciones privilegian la claridad pero no omiten los valores entendidos. Si alguien dice: “gente como uno”, no se refiere al parecido físico, sino a “características sociales, ideológicas, económicas, etc.”.

A la presentación de Cádiz asistió el escritor Juan Cruz. Sentado en primera fila, abrió el Diccionario al modo de un oráculo y dio con un sonoro neologismo: “chingaputamadrazo”. “¿Qué clase de golpe es ese?”, preguntó. Celorio sonrió al contestar: “Muy fuerte”. Esa es, exactamente, la respuesta que ofrece el Diccionario, de una sobriedad que no excluye la ironía.

Otro elemento interesante destacado por Company: los “préstamos duros”, las palabras de otros idiomas que forman insustituible parte del nuestro, como hot dogs, ya que no fuimos capaces de comer “perritos calientes”.

En las casi 800 páginas de desconcertante amenidad, abundan los coloquialismos, de “chesco” a “zopilotear”, pasando por “nalguipronto”, pero, como destacó Celorio, también se incluyen palabras cultas que no se usan en otras latitudes, como “parteaguas” o “mancomunado”.

En esta popular celebración de nuestra lengua no podían faltar luchas vernáculas como “villismo” y “zapatismo” ni especies que pocos conocen pero animan nuestros cielos, como el mirulincillo, de rojizo plumaje.

Nuestro modo de hablar es tan rico que define muchas cosas por su ausencia. Baste pensar en los giros que comienzan con la palabra “no”. En México conocemos a alguien de “no malos bigotes” o que “no se cuece al primer hervor”, “no da paso sin huarache”, “no sirve ni para el arranque”, “no sale ni en rifa”, “no canta mal las rancheras”. ¡Qué abundante es lo que no tenemos!

Julio Cortázar decía con humor que el diccionario debía llamarse “cementerio” porque ahí iban a morir las palabras. Tal ha sido el destino de numerosos diccionarios de autoridades, pero no puede ser el de una obra concebida como una cocina en la que todos meten su cuchara. El Diccionario de mexicanismos es el único sistema operativo cuyo “autocorrector” depende de más de 126 millones de hablantes.

Entre sus 22,333 acepciones, una se refiere a “algo que causa admiración, generalmente por su buena calidad”. Se trata de la voz popular que define sin pérdida al libro que la contiene: “chingonería”.

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