Por: Armando Fuentes.
El problema del mentiroso es que nadie le cree cuando dice la verdad. Don Hortero, empleado de oficina, era apasionado jugador de dominó. Muchos adeptos tiene ese juego. Recuerdo entre ellos a un cura de pueblo que acostumbraba jugarlo en la cantina del lugar. Un día faltó su compañero, y le pidió a un muchacho que bebía en la barra su cerveza que le hiciera el cuarto. “No conozco bien el juego, padre” -se disculpó el joven. “Es muy fácil -adujo el sacerdote-. Además tú y yo vamos de compañeros. Lo harás bien”. No lo hizo bien el invitado. Tantos y tan crasos errores cometió que los adversarios del cura le pusieron una zapatería de órdago. Y se jugaba dinero, para colmo. El joven se disculpó, apenado: “Perdóneme, padre. Yo le dije que no conocía bien el juego”. “Mira, cabrón -le contestó el presbítero, irritado-. En la iglesia te perdono, porque ésa es mi obligación, pero aquí vas a chingar a tu madre por pendejo”. Sin embargo no es ésta la historia que me ocupa, sino la de don Hortero. Fanático también del dominó, llegaba tarde a su casa con frecuencia por jugar con sus amigos, lo cual encalabrinaba a su mujer. Sucedió que don Hortero cortejaba con asiduidad a cierta linda compañera de trabajo, y una tarde ella se mostró dispuesta finalmente a aceptar sus solicitaciones. “La mujer y la gata, de quien la trata”. Así decía un misógino refrán, de seguro hecho por hombre. Juntos fueron al Motel Kamawa, y en la habitación número 210 se entregaron a eróticos deliquios que no son para ser dichos, sino imaginados. Tres veces consumó el acto don Hortero. (“¿Por qué tan pocas?” -pregunta con extrañeza un lector que suele beber las miríficas aguas de Saltillo). Eso duró hasta cerca de la media noche, de modo que cuando el casquivano señor llegó a su casa el reloj marcaba ya la una de la mañana. Como es de suponerse la esposa de don Hortero estaba hecha una furia. “¿Por qué llegas a esta hora?” -le preguntó, iracunda, a su marido. Éste, ufano y orgulloso, decidió responder con la verdad. Le dijo: “Cortejaba yo a cierta linda compañera de trabajo. Ella aceptó por fin mis solicitaciones, y juntos fuimos al Motel Kamawa. En la habitación número 210 nos entregamos a eróticos deliquios que no son para ser dichos, sino imaginados. Tres veces consumé el acto”. “¡Mentiroso! -rebufó la esposa-. ¡Seguramente estabas jugando al dominó con tus amigotes!”. No mentirá quien diga que el señor López Obrador es el presidente más mentiroso que México ha tenido desde los tiempos, remotos ya, de Acamapixtli. Hay quienes han llevado el registro de sus mentiras, y aseguran que son más numerosas que las estrellas del cielo, los granos de arena del desierto o las gotas de agua del undoso mar. Por eso nadie le cree ahora que dice haber contraído COVID por vez tercera, y se echan a rodar toda suerte de especulaciones sobre su estado de salud. Opaco es el régimen de la 4T, por no decir que turbio. Ciertamente la transparencia no es una de sus características. De ahí esas elucubraciones. Por el bien de la República, y por los buenos sentimientos que mis padres me inculcaron, deseo que la salud de don Andrés Manuel sea buena, y que pronto lo veamos de nuevo en su comparecencia matutina. Lo extrañamos, la verdad sea dicha. Y, a la manera de los adictos a una droga, extrañamos la dosis diaria de mentiras que nos administra. “Fui bueno -le dijo aquel pescador a San Pedro al llegar a las puertas del Cielo-. Marido fiel, hombre trabajador.”. Lo interrumpió el apóstol: “Eres un mentiroso. Engañabas a tu mujer, y no hubo mayor güevón que tú”. “Perdona mis mentiras, San Pedrito -suplicó el sujeto-. Tú también fuiste pescador”. FIN.