Por: Armando Fuentes.
Bella, bellísima era la domadora que presentaba el Circo Tibetano, cuyos integrantes eran todos nacidos en los populares y populosos barrios de Tepito, La Lagunilla, Peralvillo y La Merced. Varias cualidades, a más de la de ser mujer, distinguían a la osada artista. En primer lugar no vestía el clásico atuendo que los domadores visten. Ella se presentaba luciendo sólo un minúsculo brassiére que más que portabustos o corpiño parecía un listón que cubría únicamente aquello que debía cubrir de su túrgido y enhiesto busto. Traía una diminuta braga que ocultaba apenas el mons veneris de la hermosa fémina, al tiempo que dejaba a la golosa vista de los espectadores sus firmes y redondeados glúteos. Otra característica especial de esa domadora es que no entraba a la jaula con tigres o leones, sino con un espantable cocodrilo de abiertas fauces en que asomaban sus amenazantes colmillos, capaces de partir en dos no ya a un búfalo africano, sino también a un hipopótamo o rinoceronte. Por eso no usaba aquella artista un simple látigo que ni siquiera habría sentido la escamosa bestia, sino un gran tubo de hierro con el que golpeaba fuertemente la cabeza del saurio, lo dominaba y lo hacía realizar el acto que llenaba de admiración al público y conquistaba su ovación: el terrible cocodrilo le acariciaba a la domadora todo el cuerpo con su lengua, desde los pies hasta el rostro, por delante y por detrás, mansamente, igual que si se tratara de un inofensivo gozque o un minino en ronroneo. Tras consumada esa audaz hazaña el director de pista preguntó con magnílocuo acento en el micrófono: “¿Hay alguien que se atreva a realizar el acto de nuestra domadora?”. Un individuo se levantó entre el público: “Yo lo realizo. Y ni siquiera necesito que me pegue con el tubo; nada más saquen al cocodrilo”. Tres amigas se casaron el mismo día. Una era enfermera, la segunda operadora telefónica y la tercera maestra. Las tres parejas fueron a pasar la noche de bodas en el mismo hotel. Las condujo a sus respectivas habitaciones un botones que pese a ser muy joven algo conocía de esos menesteres. Cuando supo que la primera novia era enfermera pensó: “Qué afortunado el novio. He oído decir que las enfermeras son muy ardientes”. Al enterarse de que la segunda recién casada era operadora telefónica se dijo: “Tipo suertudo. Entiendo que las telefonistas son muy sensuales”. Se percató de que la tercera desposada era maestra y compadeció a su marido: “Pobre infeliz. Me han dicho que las profesoras son indiferentes al sexo”. Al día siguiente el que se casó con la enfermera le dijo con enojo al botones: “No te cases con una enfermera. Toda la noche mi novia se la pasó diciéndome: ‘Eso no es higiénico. Eso tampoco es higiénico'”. El que se casó con la operadora telefónica le aconsejó, mohíno, al muchacho: “Jamás te cases con una telefonista. Toda la noche mi novia se la pasó diciéndome: ‘Sus tres minutos están por terminar. Sus tres minutos están por terminar'”. Grande fue la sorpresa del botones cuando el que se casó con la maestra le dijo, cansado pero satisfecho: “Cásate con una profesora. Toda la noche mi novia se la pasó diciéndome: ‘Vas a repetirme esto, y me lo vas a repetir hasta que te salga bien'”. Celerino se disponía a salir ya a su trabajo cuando vio en la cocina a su linda esposa, joven mujer de agraciado rostro y atractivo cuerpo. Celerino dejó sobre la mesa su portafolio, se quitó el saco y le dijo con anheloso acento a la chica “Vamos a echarnos un rapidito”. Replicó ella: “¿Acaso te sabes de otros?”.. FIN.