Por: Armando Fuentes.
Nadie debería leer el cuento que en seguida voy a relatar. Su grado de impudicia es tal que deja todas las indecencias de Pichorra en calidad de rezos de novicia. ¿Quién es el tal Pichorra? Fue un ingenioso versificador de Mérida. Su festiva musa lo inclinó a la picardía, la cual ejercitó con absoluto desparpajo en los comienzos del pasado siglo, quizá animado por los espíritus etílicos que a diario lo poseían. (Un cierto amigo mío dice que él se emborracharía noche a noche “de no ser por ese dios justiciero que es la cruda”). Pichorra se llamaba en verdad Felipe Salazar Ávila. ¿De dónde le vendría su mote? Hasta dónde sé, la pichorra era el tapón con el que se obturaba el agujero abierto en la tapa de los barriles de pulque para que por él salieran los gases producto de la fermentación. Pero basta de introitos, que ya van siendo largos. Vayamos a la historia. Heterina era una chica donairosa; gustaba de los deleites de la vida. Invitó a Libidio a ir con ella a su departamento a fin de gozar lo que en prosaico modo se llama un acostón, efímero trato de carnalidad llevado a cabo por mero placer, sin compromiso posterior alguno. No strings attached, dicen los norteamericanos. “Amores son acciones, no besos ni apachurrones”. Así rezaba una antigua sentencia que mi abuela materna, mamá Lata -Liberata-, solía repetir a sus hijas en edad de merecer. Quería decirles que el trato entre mujer y hombre era humo de pajas si no devenía en noviazgo formal o matrimonio. Eso era antes. Las cosas han cambiado en tal manera que si la santa madre de mi madre volviera a este mundo no lo reconocería, y pediría de inmediato volver al que hoy habita. El caso es que al llegar al departamento de Heterina ella le dio la llave a Libidio para que abriera la puerta. Le comentó: “Por el modo en que mete la llave en la cerradura puedo decir si mi galán será tierno y delicado a la hora del amor, o vehemente y ardoroso”. Libidio tomó la llave. En seguida se inclinó sobre la cerradura y puso en ella los labios repetidas veces. “¿Qué haces?” -le preguntó con extrañeza Hetera. Replicó Libidio: “Antes de introducir la llave me gusta darle unos besitos a la cerradura”. Jamás he sido jugador, pero pienso que entre todos los vicios el juego es el que menos placer da a quien lo padece. El alcohol y el sexo se disfrutan, siquiera sea momentáneamente; la ruleta, las cartas o los dados no. Birjana, esposa joven, era ludópata. Quiero decir que sufría la fea y sórdida pasión del juego. En cierta ocasión llegó al domicilio conyugal en horas de la madrugada. Iba vestida únicamente con la última prenda íntima que usaba. Su marido se sorprendió al verla en esas fachas. Le preguntó asombrado. “¿Tan fuerte está el calor que en estos días se ha sentido?”. “No es el calor -respondió ella avergonzada-. Lo que sucede es que jugué y perdí todo lo que tenemos”. “¿Cómo es posible?” -se espantó el marido. “Sí -confirmó entre lágrimas Birjana-. Perdí el dinero que llevaba conmigo, y el que teníamos en el banco, pues empecé a hacer cheques. Jugué luego mis joyas; las perdí también. Y tuve que venirme en taxi, porque jugué el coche, e igualmente lo perdí. Te comunico que mañana debemos irnos a un hotel, porque jugué la casa con todo lo que tiene adentro, y la perdí también. Me quedaba nomás la ropa que traía puesta. Prenda por prenda la fui jugando, y prenda por prenda la fui perdiendo, hasta que me quedé solamente en pantaleta”. Le dijo el marido: “Pues la hubieras jugado, mujer. A lo mejor te reponías”. “Oye no -contestó la señora en tono de reproche-. Ni que fuera tanto el vicio”. FIN.