Lo que enseguida voy a relatar no es histórico: es verídico. Sucedió en cierto bello lugar de mi natal Coahuila. Un individuo se presentó a muy altas horas de la noche en la inspección de policía y solicitó el auxilio de la fuerza pública. Su esposa, dijo al oficial de guardia, estaba en ese momento cometiendo el delito de adulterio en el domicilio conyugal. El quejoso pedía que un par de gendarmes lo acompañara a fin de sorprender a los amantes y tener testigos para fundar luego la demanda de divorcio contra la pecatriz. Vacilaba el oficial en obsequiar la inusitada petición, por tratarse -manifestó- de un asunto de orden familiar, pero un billete deslizado a ocultas disipó sus dudas y él mismo se ofreció a atender el caso. Con dos policías más y el esposo ofendido el inspector se dirigió en la patrulla policíaca al lugar de los hechos. O del hecho, porque quizás había sido sólo uno. El marido abrió con su llave la puerta de la casa e irrumpieron en ella los agentes de la autoridad. En efecto: ahí estaba la infiel refocilándose con su querido. En la penumbra vaga de la indiscreta alcoba la mujer acertó apenas a cubrirse con la colcha y el amante se envolvió en una sábana. Así envuelto lo sacaron a la calle los jenízaros. Numerosos vecinos se habían reunido ya frente a la casa, alarmados por la presencia de la policía y con temor de que hubiera sucedido ahí algún horrendo crimen. En eso, a la luz de una farola del alumbrado público, todos vieron al ensabanado. Era el alcalde del pueblo. El inspector se aturrulló. Balbuceó lleno de confusión: “Perdone usted, señor presidente.  No sabíamos. ¿Lo llevamos a su casa?”. “¡Imbécil! -se enfureció el munícipe-. ¿Cómo que a mi casa? ¡Llévame a la cárcel! ¡Ahí estaré más seguro!”.  Los vecinos reían a carcajadas al ver los apuros del edil. Se volvió hacia ellos el alcalde y les dijo contrito y apenado: “Discúlpenme ustedes, ciudadanos. Es que soy muy sexoso”. El poder, así sea mínimo, hace que pierda piso quien lo tiene. Decía un jefe de tránsito municipal: “Ponle un kepí a cualquier pendejo y se vuelve un hijo de la rechingada”. Es necesario, entonces, que frente al poder, frente a cualquier poder, haya otros poderes que lo frenen y sean su contrapeso. La ley es siempre el valladar que limita la acción desatentada del poderoso, modera su soberbia y lo obliga a contener sus excesos. Si un gobernante muestra desprecio por la ley, de él se pueden esperar todos los abusos. De ahí que la prepotente frase de López Obrador, aquélla de “no me vengan con eso de que la ley es la ley”, equivalga a decir: “El estado soy yo”. Nos hallamos entonces en un despotismo, pero no ilustrado, como el de los monarcas europeos del dieciocho, sino poco ilustrado, pues AMLO es hombre de muchas palabras pero de muy pocas letras. La mayoría de los males que en este sexenio hemos sufrido derivan de esa falta de apego a la legalidad que el presidente -con minúscula, por favor- muestra. En una república donde no hay ley hay rey. Hoy por hoy México no es una democracia: es una monarquía. Los tiempos han cambiado desde Porfirio Díaz, Plutarco Elías Calles o Gustavo Díaz Ordaz, pero en tratándose del poder del Presidente siguen siendo igual. Aliviemos con dos ligeros cuento la pesadumbre de esa aflictiva reflexión. En tiempo de los césares un romano le comentó a otro: “Porcia tiene un cuerpazo. XC-LX-XC”. Se jactó la orgullosa madre de Argerina: “Mi hija tiene un gran talento. Toca el Concierto para la mano izquierda, de Ravel”. Intervino el novio de la chica: “Y eso no es nada en comparación con lo que sabe hacer con la derecha”. FIN.

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