Comprobado: la pasión pesa tres kilos. Dispongo de las pruebas que brinda la pasión misma.
En 1964 España disputó la final de la Copa Europea de Naciones contra la Unión Soviética. Yo tenía ocho años y mi mundo valía gracias al futbol. No vi aquel partido porque no había televisión satelital, pero unos parientes enviaron recortes impresos en sepia y blanco que narraban los lances de dos porteros de leyenda: Iribar y Yashin. España ganó 2-1 y alzó la copa, pero lo que más me impresionó fue otro récord: los futbolistas habían perdido tres kilos en el partido.
Desde entonces me pregunté si algún día lograría que mi cuerpo revelara esa pasión. Jugué futbol sin llegar al épico adelgazamiento y asumí el papel del aficionado que se esfuerza sin desgaste físico.
¿Por qué se apoya a un equipo? Los colores se eligen por razones meramente textiles, por obligación familiar, por pertenecer a una ciudad, por encandilarse con un jugador que amargamente se irá a cobrar cheques en otro club. En México decidí ser del Necaxa, la escuadra favorita de los amigos de mi calle. En España me volví del Barcelona porque mi padre nació ahí. Como el futbol celebra los opuestos, cada equipo tiene su némesis. Mis archirrivales serían el América y el Real Madrid.
Sin embargo, la pasión deportiva admite otra variante: el equipo al que no se pertenece pero se respeta. Las Chivas y los Pumas han representado eso en México. En España, el gran equipo de la afición desinteresada ha sido el Athletic de Bilbao, que privilegia a los futbolistas de su cantera. En tiempos de especulación, el club vasco ha demostrado que el compromiso emocional y la identidad son más fuertes que el dinero. Ha alzado copas, no ha descendido a segunda división y organiza actividades culturales en las que se implican los propios jugadores, como el excepcional encuentro Thinking Football.
El miércoles pasado se celebró en Aguascalientes un partido potenciado por los sueños de varias generaciones. El Necaxa cumplió su centenario ante el Athletic. De manera previsible, el encuentro terminó 2-0 en favor del equipo vasco y el Necaxa confirmó que en cien años ha perfeccionado el arte de perder.
Quise llegar al partido por una ruta inusual. 36 horas antes estaba en Vermont a bordo de un avión. Después de varios retrasos, el vuelo se canceló. Con astucia teológica, la legislación de Estados Unidos señala que las empresas no son responsables de los “actos de Dios”. Nos dijeron que había tormenta en Nueva York, pero el dato no garantizaba intervención divina: el calentamiento global, que obliga a la Tierra a darse duchas, es producto de la rapiña humana. Después de horas de discutir de teología y logística, me reubicaron para el jueves, 48 horas después del vuelo inicial. Esto implicaba perderse el partido.
Decidí salir de Vermont. Viajé por tierra a Albany, llegué a un hotel a medianoche y dormité dos horas. El taxista que pasó por mí se llamaba Homero. Nada más propicio para mi Odisea.
A las tres de la mañana estaba en el aeropuerto para volar a Atlanta, de ahí a Guadalajara y conectar por tierra a Aguascalientes. Pero el vuelo tenía seis horas de retraso. Logré que me cambiaran de ruta, vía Detroit, pero quedé en lista de espera. Durante 90 minutos oré a los dioses rojiblancos del Athletic y el Necaxa. El milagro se cumplió. Fui el único pasajero en abordar sin reservación. Pero los ritos de paso deparan otras pruebas. En Detroit, el vuelo también se retrasó y perdí mi conexión. Al llegar a México, extenuado pero con la obsesión del partido, recibí un nuevo pase de abordar para ir a Guadalajara, desde donde iría directamente al estadio Victoria. Estaba por embarcar cuando se prendió un foco rojo.
La compañía americana había emitido mal el pase. Mi nombre estaba en la lista, yo seguía siendo yo, el boleto había sido pagado… Pero nada sirve si la computadora no está de acuerdo. Reprogramar el viaje tomó media hora y el vuelo se cerró. Atravesé el océano para ahogarme en la orilla. Necaxista incorregible, perdí el partido.
Las peripecias habían sido tan improbables como mi voluntad de sortearlas. Al llegar a casa me pesé: ¡había perdido tres kilos!
Dios no decide el clima de la Tierra. La fe tiene otras causas. No lo digo yo, lo dice el niño que leyó una rara noticia a los ocho años.
La visita del Athletic me hizo saber, al fin, cuánto pesa la ilusión.