Para que el país vuelva a crecer, recupere la seguridad perdida, reconstruya las instituciones y las amplíe, necesitamos un líder estadista. La forma de conocerlo no es difícil. Podemos ejemplificar.

Barack Obama fue el último estadista norteamericano; Felipe González de España transformó a su país durante 14 años, lo hizo europeo; Nelson Mandela de Sudáfrica, tal vez sea el ejemplo más profundo de lo que significa gobernar para el presente y el futuro sin permitir que el odio sea la guía.

Los agravios que todos los días nos recuerda el presidente en su conferencia matutina son caricias frente al encarcelamiento de 27 años que sufrió el líder sudafricano. Ante su lucha anti apartheid la minoría blanca gobernante le quitó la libertad y quiso doblar su alma. Mandela resistió y llegó al poder para unificar a una nación dolida por décadas de discriminación a palos y balas.

Mandela nunca pidió venganza por lo que le hicieron; jamás enfrentó a sus verdugos cuando tuvo el poder; con grandeza de espíritu y magnanimidad dialogó con ellos, trabajó de la mano con todos para construir su nación. Sabía que las afrentas, los crímenes y el odio racista del pasado no podía cobrarse a las nuevas generaciones.

Hay estadistas que podemos ver en formación. Uno que llama la atención es Rishi Sunak, el primer ministro del Reino Unido. Un joven inglés de origen indio, hijo de boticario, que tuvo una carrera brillante como financiero para luego llegar al Parlamento. Hay que escucharlo para valorar lo que es la palabra que siempre se dice con sentido común, con respeto y economía. Nunca un sinsentido, nunca una ofensa a pesar de los encendidos debates, naturales en una democracia vibrante.

Está Emmanuel Macron, el presidente francés que tuvo la sabiduría de cambiar su postura frente a Vladímir Putin después de la invasión a Ucrania. Macron quería diálogo para construir la paz, pero comprendió que con el tirano asesino era imposible. También sabía que era indispensable subir la edad de jubilación para que su país tuviera certidumbre con una población que envejece. No se dobló, no culpó a nadie del pasado ni dejó la bola de nieve de las pensiones a su sucesor. 

El estadista hace lo correcto aunque sea impopular, se compromete con el presente y el futuro; jamás radica sus desgracias en otros. Margaret Thatcher fue ejemplar aunque haya sido criticada por la izquierda mundial. Su firmeza sacó adelante la economía del Reino Unido cuando aguantó una larga huelga de los sindicatos mineros. Para ella la ley fue la ley.

Combatió a los militares argentinos que habían invadido por la fuerza a las Falklands o islas Malvinas (el nombre lo pone quien gana la guerra). Fue una lección amarga para un pueblo que creyó en su cúpula criminal con el general Leopoldo Galtieri al frente del ejército. Un engaño que costó 643 vidas de jóvenes y más de mil heridos argentinos sin ningún sentido o posibilidad de triunfo.

Hay estadistas parsimoniosos. Los más admirables son aquellos que, como Mahatma Gandhi, llevan los valores éticos como norma personal. Son quienes confían en su destino y lo construyen.

¿Quién, de los candidatos en el escenario, tiene la posibilidad de iniciar la verdadera transformación de México en un país de leyes, de esperanza, crecimiento y justicia? ¿Quién siembra esperanza y admiración? No es difícil adivinarlo. 

 

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