Will Shortz, editor de crucigramas del New York Times, acaba de cumplir treinta años al frente de una de las zonas más atractivas y menos valoradas del periodismo: un tablero en blanco y negro, y el desafío de resolver 76 preguntas, permiten jugar un ajedrez en el que las piezas aparecen a medida que se descifran.
¿De dónde viene esta pasión? “Los humanos queremos llenar espacios”, comenta Shortz: “es curiosamente satisfactorio llenar los cuadros en blanco”. En efecto, nos gusta completar palabras: donde dice anml, leemos “animal”.
Los crucigramas establecen una relación directa con los lectores. En esa medida, son tan importantes como las cartas al director. La calidad de un periódico se mide, en última instancia, por el nivel de comentarios que suscita, y nada deprime tanto como no recibir respuesta (en las redacciones más necesitadas, esta tragedia se remedia con un reportero que inventa mensajes de los lectores).
Los crucigramas activan la mente en función del diccionario; distraen con lucidez. De acuerdo con la revista Time, su origen deriva de una urgencia histórica. En 1913, el periódico New York World juzgó que sus lectores necesitaban un pasatiempo para soportar los rigores de la Gran Guerra.
La fiebre de jugar con las palabras se expandió a todos los medios impresos, salvo el más influyente: el New York Times. Los líderes tienen sus caprichos; despiertan a diario para demostrar que son distintos.
Sin embargo, el 15 de febrero de 1942, dos meses después del ataque a la base naval de Pearl Harbor, también el Times sintió la necesidad de aliviar la angustia bélica con inteligentes juegos de palabras. Desde entonces, el periódico sólo ha tenido cuatro editores de crucigramas, lo cual demuestra la solidez de un género donde las cambiantes noticias se someten a las inflexibles vocales y consonantes.
El crucigrama es un código que se resuelve y no es casual que haya interesado a los servicios de inteligencia. Leonard Dawe, profesor a cargo de los crucigramas del periódico The Daily Telegraph, estuvo a punto de ir a la cárcel durante la Segunda Guerra Mundial. En su diminuto tablero, aparecieron los nombres de las playas del desembarco en Normandía. ¿Una clave para el enemigo? Dawe fue sospechoso de alta traición hasta que se supo que sus alumnos le habían propuesto toponímicos que oyeron al compartir cervezas con soldados. Por suerte, ese día los nazis no entendieron que el Telegraph ofrecía una infidencia accidental.
Un escritor sorprendente, el uruguayo Mario Levrero (1940-2004), se ejercitó diseñando crucigramas en la revista Juegos para la Gente de Mente. Aunque detestaba ir a una oficina (“estoy viviendo un tiempo de autosecuestro”, dijo en una entrevista de 1987: “me estoy obligando a trabajar para ganarme la vida”), puso gran empeño en concebir entretenimientos. Conocedor de la novela policiaca, entendió que atar los cabos de un enigma se parece a solucionar un crucigrama. Deducir es otra forma de completar.
A propósito de Levrero, la novelista española Sara Mesa habla de la “mística del ocio”. El autor de La novela luminosa pasaba horas jugando golf por computadora, inventó una terapia de caligrafía para despojarse de cualquier tentación ajena a la buena letra, creó un programa cibernético para no olvidarse de tomar sus pastillas, asumió una sistemática dieta de milanesas que eliminaba la angustia de la elección y confeccionó horóscopos donde las fuerzas astrales mostraban ironía. El sentido lúdico de estos afanes le ayudó a escribir obras maestras como El discurso vacío y Dejen todo en mis manos (esta última, de gran similitud con Jorge Ibargüengoitia).
Enemigo de las profesiones únicas, Levrero decía que un fabricante de quesos no sólo se alimenta de queso; en consecuencia, practicaba diversos pasatiempos para recargar su cerebro: “Lo imprescindible, no ya para vivir sino para estar realmente vivo, es el tiempo de ocio. Mediante el ocio es posible armonizarse con el propio espíritu”.
El crucigrama es una oportunidad de pensar sin darnos cuenta. Una pregunta activa el curioso depósito donde la mente guarda lo que sabe. Lo más significativo es que la intuición para completar una respuesta también permite resolver lo que no sabemos.
El periodismo escrito admite una excepción: el tablero en blanco y negro donde el lector tiene la palabra.