De manera histórica, México ha experimentado un grado de centralización en su estructura de gobierno, siendo el federal de gran poder y potencia. A través de los años la relación entre los gobiernos federal, estatal y municipal ha cambiado, y ha sido moldeada por factores políticos, económicos y sociales.

Hablando de salud y de la centralización de recursos para la atención de la misma, vale la pena hacer algunas consideraciones de interés, puesto que últimamente se vislumbra una avanzada de implementar este esquema en nuestra nación.

El término “centralización” se refiere a la concentración o consolidación del control, la toma de decisiones y distribución de recursos por parte de una autoridad central o una “entidad” de mayor calado administrativo (en este caso a nivel federal). Al hablar de concentrar la autoridad para la toma de decisiones, se entiende que las políticas públicas y programas a establecer estarán a cargo de un responsable único (sujeto o institución) que tendrá la capacidad de tomar decisiones que afecten los servicios de salud, infraestructura y financiamiento. Respecto a lo anterior, la centralización de recursos implica que esta autoridad central tiene la responsabilidad de distribuir los recursos económicos, humanos y materiales necesarios para la manutención de los sistemas sanitarios. 

De igual manera, la responsabilidad de formular e implementar políticas públicas (como son iniciativas en salud, modelos de atención y marcos regulatorios) son atribuciones de esta entidad centralizada, así como guías, protocolos y estándares de calidad. Bajo un marco sólido y transparente, la centralización implicaría una coordinación y planificación de los servicios de salud que permearía al resto de entidades, en afán de satisfacer las necesidades de las poblaciones en particular.

Sin embargo, al no tener un verdadero concepto de una centralización sensata, se puede entrar en un mar de verdaderos riesgos: 

1) La ineficiencia y falta de flexibilidad que representa una centralización mal acabada, en la que los sistemas burocráticos son sumamente lentos para responder a las necesidades cambiantes en salud y los procesos de toma de decisiones pueden ser anquilosados, haciéndolos sumamente ineficientes. 

2) Los sistemas centralizados no suelen tener un entendimiento completo de los desafíos específicos de las comunidades a niveles locales o regionales, por lo que las políticas implementadas no suelen ser del todo exitosas, siendo además poco innovadoras, puesto que no se logran visualizar alternativas o potenciales soluciones, que sí tienen los personajes más locales. 

3) Un sistema controlado de manera central no suele atender las disparidades en salud de manera adecuada. Las regiones con riesgos incrementados o desafíos peculiares no reciben los recursos necesarios si la toma de decisiones se realiza a distancia, además de que, en multitud de ocasiones, la distribución de estos recursos está más influenciada por consideraciones políticas que por los verdaderos problemas de salud a resolver. 

4) El manejo de crisis se vuelve más complejo y ante dificultades emergentes (como la recién vivida en la pandemia por COVID), un sistema centralizado tiene dificultades en movilizar recursos y coordinar una respuesta más efectiva. 

5) Por último, el riesgo aumentado de corrupción y mal uso de recursos es una realidad, puesto que al concentrar ese poder o capacidad de toma de decisiones y los medios en pocas manos, hay una afición por utilizarlos para beneficio personal.

Al día de hoy, esta discusión sobre la centralización de nuestro sistema sanitario es tema candente y vale la pena, como ciudadanos, participar en la misma y aportar lo necesario, puesto que una decisión mal tomada (por ejemplo, la de adoptar un modelo centralizado inacabado o incompetente) tendrá consecuencias de gran calado para millones de ciudadanos. Discutamos sobre esta realidad. Es tiempo.

Dr. Juan Manuel Cisneros Carrasco, Médico Especialista en Patología Clínica, Profesor Universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre.

 

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