Desde hace décadas, Ronaldo González Valdés analiza la encrucijada sinaloense con un enfoque interdisciplinario. Su más reciente libro, Culiacán, culiacanes, culiacanazos, se ocupa de la forma en que la violencia genera explicaciones que distorsionan la realidad, lo cual contribuye a que siga sucediendo. Un incendio sin reposo.
En el prólogo, el poeta y ensayista Iván Rocha Rodelo recuerda dos dramas de alto impacto: los culiacanazos del 17 de octubre de 2019 y del 5 de enero de 2023, ambos ocurridos en jueves. En 2019 el acoso a Ovidio Guzmán, hijo de El Chapo, desató la toma de la ciudad por parte del Cártel de Sinaloa, y en 2023 se consumó dicha captura. Los jueves negros cobraron dimensión simbólica, a tal grado que luego se habló de culiacanazos en Reynosa, Ciudad Juárez y otros sitios. Los bloqueos con coches incendiados ya reciben ese nombre.
González Valdés describe la resignación de quienes están obligados a convivir con la violencia, pero también la re-signación con que tratan de adaptarse a ella. A falta de alternativas, la población cede a una progresiva aceptación y busca “hacer de la transgresión y la violencia su forma de experimentar la vida”. Poco a poco, la amenaza cambia de signo: el crimen es visto como una fuente de “ingresos y prestigios rápidos, adrenalina incrementada por el acontecimiento destinado a su perdurable sedimentación en un imaginario alternativo”.
González Valdés aborda un caso emblemático: la irreal vida breve de José Luis Lagunas Rosales, narcoyoutuber que a los 17 años tenía 790 mil seguidores en Facebook, 37 mil en Twitter y 323 mil en Instagram. Nacido en Villa Juárez, fue abandonado por sus padres; asumió el alias de El Pirata de Culiacán y enfrentó retos con un lema que sería su epitafio: “Así nomás quedó”. Su trayectoria en las redes comenzó bebiendo una botella de whisky hasta caer desmayado.
La realidad y la fantasía se fusionaron en la mente del buscador de peligros. Después de tatuarse un tigre de Bengala, acarició uno de verdad. En Guadalajara, emprendió nuevos desafíos suicidas. Intoxicado por los likes, comenzó a insultar al Mencho, capo del Cártel Jalisco Nueva Generación. En 2017, después de lanzar sus acostumbradas bravatas, anunció que iría a un bar de Tlaquepaque, donde recibió 15 balazos. Protagonista y víctima de la sociedad del espectáculo, Lagunas Rosales pasó al más allá sin alcanzar la mayoría de edad. Usó los códigos del narco para ser un delincuente imaginario. Un corrido lo evoca de este modo: “Aunque mi estancia fue corta en esta vida / Muchos me recordarán”.
La construcción de narrativas forma parte de la lógica del crimen organizado. González Valdés estudia otro caso sintomático: las fake news que ocurren como réplica de noticias reales. Los huracanes y los terremotos suelen dar pie a rumores que anuncian algo peor. El primer cataclismo hace que el segundo parezca verosímil.
A cuatro días de la primera reaprehensión de El Chapo, ocurrida el 22 de febrero de 2014, unos mil simpatizantes del narcotraficante salieron a las calles de Culiacán con mantas que decían: “Para que vean que lo queremos”, “Chapo, hazme un hijo”, “Sinaloa es tuyo, Chapo”. Ese día, el teatro de los signos adquirió un rasgo singular: algunos manifestantes llevaban camisetas con el número 701, en alusión al ranking del capo en la lista de millonarios de Forbes. Su fortuna producía orgullo local. El 2 de marzo, una segunda “chapomarcha” congregó a cerca de 2 mil 500 manifestantes. Fue dispersada por la policía y hubo disparos y 200 detenidos. Si la primera marcha mostró la base social de El Chapo, la segunda fue un franco desafío político. Pero la más significativa fue la tercera, convocada para el 8 de marzo y que no ocurrió en las calles, sino principalmente en WhatsApp, Facebook y Twitter. Sucesos auténticos sirvieron de requisito para potenciar un acto imaginario que causó miedo real: “Las fake news fueron de tal magnitud y técnicamente tan bien realizadas que no pocos nos aterrorizamos al leer la noticia”, escribe González Valdés. En el vacilante escenario mexicano, no basta conocer los hechos; hay que descifrar las narrativas que se convierten en hechos. El crimen está en los actos, pero también en las imágenes y las palabras que los re-significan.
Vivimos en la época de los sucesos póstumos, donde la vida es el borrador del relato de la muerte.