Imagine que usted tiene en la mano un contrato por 5 mil millones de pesos para arrancar una obra de gobierno. No será compleja ni requerirá una licitación, ni siquiera un concurso simplificado. Sólo usted decide cómo y a quién; sabe que la obra puede redituar cuando menos mil millones de pesos de utilidad.

Usted tiene un compadre, amigo de toda la vida, que se dedica a la obra pública. Tiene experiencia y además entiende la “mecánica nacional” para distribuir los beneficios entre la alta burocracia. El amigo ofrece el 10%, el famoso “diezmo”, libre de cualquier gravamen. Serán 500 millones de pesos.

El dinero lo entregará su amigo en partes: algunos millones en efectivo; otra parte en depósitos a cuentas en paraísos fiscales y otra cantidad en acciones preferentes de empresas privadas a nombre de otros amigos que le van a representar por un pedazo de la ganancia. Usted sabe que con esos recursos no va a necesitar trabajar el resto de sus días, tampoco sus hijos y nietos. Sobre todo porque apenas es el comienzo del viaje sexenal y quedan cientos de contratos por otorgar.

Para que no se preocupe de que la mordida pueda descubrirse en alguna oficina pública, el presidente decreta que la obra no puede ser transparentada ni los ciudadanos podemos ver cómo se usaron los impuestos. Como pretexto se dice que es por  “seguridad nacional”. Negocio redondo y perfecto.

¿Cuántos funcionarios públicos conocemos que renunciarían a ese “negocio”? Todo en bandeja, no de plata, sino de oro. Ahora imagine que esos 5 mil millones son apenas el 1% del costo de la obra que es, por ejemplo, una refinería (construída al triple de lo presupuestado). Cualquiera puede volverse loco de ambición.

Luego, por algún descuido, comienza a usar esa enorme cantidad de recursos para comprarse una mansión, un departamento en San Pedro Garza García o en Nueva York. Es tanto el dinero que, literalmente, no sabe qué hacer con él. Imposible ocultarlo sin aceptar la ayuda de testaferros, de socios que ayuden a ocultarlo. Entonces compra gasolineras (donde se maneja casi todo en efectivo y además usted las autoriza) o panaderías, transportes y toda suerte de negocios fuera del radar de sus colegas de Hacienda.

Tiene que contratar a consejeros profesionales: contadores y abogados. Su puesto clave en el ministerio se convierte en toda una empresa privada, la de usted. Además tiene una gran ventaja, su jefe el presidente no tiene ánimo de perseguir a nadie porque eso sería aceptar que el buque está haciendo agua y se está inundando  de ratas y de corrupción. Tendría que sacar un pañuelito negro en lugar del blanco que acostumbra para decir que la corrupción se acabó.

La desventaja -alguna había de haber-  es que hay muchos ojos puestos en lo que usted hace y en su nueva forma de vida. Con el sueldo que percibe -menor al del presidente- necesitaría muchas décadas de trabajo para reunir lo que hay a la vista. Para lo oculto, serían siglos de salario.

Las miradas indiscretas son de otros constructores, de otros funcionarios que comienzan a envidiar su súbita fortuna. Se dan cuenta de lo que hace y cómo lo hace. Los rumores comienzan. La “Secretaria” no vivía así; tampoco los compadres que hicieron las obras ni algunos familiares cercanos a quienes les llegó la bonanza por prestar su nombre. La riqueza aflora. Todo puede saberse. (Continuará)

 

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