Dignidad del emperador azteca.

Es voz náhuatl que significa ‘el que habla’.

RAE 

 

Si tlatoani significa “el que habla” según el diccionario panhispánico, nunca volveremos a tener uno como López Obrador. Al finalizar su mandato superará 1,400 conferencias mañaneras. Con el promedio diario de dos horas y media de peroratas, tiene suficiente para ganar un premio Guinness.

En su ejercicio diario de gobierno, inundó el espacio político que solo pudo ser compartido cuando Claudia llegó a la candidatura. Incluso en estos 109 días que faltan para que se vaya a su casa de infame nombre, tratará de beber hasta la última gota de poder que le queda.

Hay quienes creen en la perpetuación de su poder, en el maximato soñado por  quienes se sientan en la silla del águila. Pero la historia dice que cuando un expresidente quiso meter mano en el gobierno de su sucesor, de inmediato le machucaron los dedos.

Lázaro Cárdenas tuvo ese mérito: deshacerse del maximato de Plutarco Elías Calles. Hombre de carácter y carisma, lo mandó al extranjero. Luego, cuando nombró a Manuel Ávila Camacho candidato, equilibró su ideología liberal y de izquierda con la de un general moderado y católico. Comenzaba un largo periodo de sucesiones presidenciales en paz.

Adolfo López Mateos pasó parte de sus últimos días en Comanjilla. Cuentan que su esposa, Eva Sámano, decía con nostalgia que nadie los llamaba, que no eran invitados a festejos oficiales. El poder había pasado de manos y Gustavo Díaz Ordaz lo ejercía sin límites. Así lo demostró en 1968 en Tlatelolco.

Pero cuando destapó a Luis Echeverría como candidato, se arrepintió de haberlo hecho. En Michoacán el taimado candidato pidió un minuto de silencio por los estudiantes caídos. Dicen que Díaz Ordaz, enfurecido, le envió un mensaje claro: aún podía cambiar de caballo. Fue una ruptura incipiente. Díaz Ordaz diría que nombrar a Echeverría su sucesor había sido el peor error de su vida. Él había entregado un país en paz y con crecimiento, Echeverría se gastó “los ahorros de abuelita” y rompió la estabilidad económica tirando dinero en cuanta ocurrencia le venía a la cabeza. Fue un presidente nefasto.

José López Portillo mandó a Echeverría a Australia, al otro lado del mundo para que no pudiera meter mano en el gobierno ni tuviera influencia. Sabía que el expresidente, en su delirio de poder, quería ser el líder de la ONU. López Portillo también quebró al país con el espejismo de la riqueza petrolera. En 1982, resentido por su fracaso, echó la culpa a los banqueros y nacionalizó la banca. Una decisión que causó daños enormes.

Miguel de la Madrid comprendió que México no podía salir adelante sin abrirse al mundo. Comenzó los primeros pasos con la entrada de México al GATT, que era un acuerdo internacional de comercio. Sin embargo no fue suficiente. Su sexenio y el actual de López Obrador, son los de menor crecimiento desde la Gran Depresión de 1930.

Cuando Manuel Bartlett torció la elección de 1988, Miguel de la Madrid había terminado con su capital político y lo que quedaba era la astucia de Carlos Salinas de Gortari para sentarse en la silla con la detención de Joaquín Hernández Galicia. Ese día dijimos: “presidente habemus”. Los primeros 5 años del sexenio de Salinas son los mejores en el recuerdo. Su éxito hizo pensar a sus seguidores que el modelo podría durar 24 años más, fracasó en el intento.

(Continuará)

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